“Frida y Diego sólo fueron fieles a México, a la pintura y a ellos mismos». (Susana M. Vidal).
Por Jhony Carhuallanqui
La vida se ensañó con ella. La maltrató cuanto pudo y, aun así, la siguió apaleando. Ella resistía. Se quebraba. Resucitaba cada día. Seguía viviendo mientras moría o quizá muriendo mientras vivía; más de 30 operaciones habían debilitado ese frágil y extenuado cuerpo que, buscaba cobijo en el amor, pero él no estaba preparado para ella; amó inténsame, sin ataduras ni enmendaduras, como es la única forma de hacerlo.
Una malformación congénita (espina bífida) presagiaba una vida complicada, pero, aun así, llevadera. A los seis una poliomielitis le impidió el desarrollo normal de su extremidad inferior derecha, pero, aun así, disfrutaba del futbol, boxeo y natación; en su inocencia, para ocultarla o al menos disimularla, solía usar varias medias y tratar de equiparar el volumen entre ambas piernas; “la pata de palo” le decían sus amiguitos que, no entendían el padecimiento. Años después, a sus dieciocho, la vida le tenía preparada otra innecesaria lección: el ómnibus en el cual se movilizaba fue envestido por el tranvía, su cuerpo magullado fue destrozado, el parte médico fue lapidario: fractura de vértebras lumbares (tercera y cuarta), tres fracturas en la pelvis, luxación de codo izquierdo, once fracturas en el pie derecho, herida penetrante por un tubo de metal que ingresó por cadera izquierda y salió por la parte vaginal[1], peritonitis aguda, cistitis con canalización; la docena de corsés que tuvo que usar no pudieron reponer su columna, pero le dieron el tiempo para dedicarse al arte, el cual inició como un pasatiempo y terminó consagrándola. A meses de su primera exposición individual en su país, a la que llegó en ambulancia, le amputaban la pierna (“Pies, ¿para qué los quiero, si tengo alas para volar?”). Volvería a esa maldita cama que estaba empecinada en sepultarla todos los días desde hacía más de cuarenta años porque, algunos nacen con estrella, otros estrellados, pero ella, estrelladísima[2].
En la tradición mexicana, cuando alguien se salva de milagro, se suele pintar la situación adversa y esta se ofrenda al santo o virgen a quien se rezó con fe y concedió la gracia, estos dibujos, llamados ex votos (retablos), no son realizados por artistas consagrados o reconocidos, son elaborados por cualquier persona que busca retribuir al milagro. El de Frida es descarnadamente ilustrativo, la vemos tendida en el suelo, debajo del ómnibus mientras colisiona con el tranvía, es más, ella la retocó años después, le abultó las cejas, que era su rasgo distintivo y añadió como descripción: “Los señores Guillermo Kahlo y Matilde C. de Kahlo le dan gracias a Nuestra Señora de los Dolores por salvar a nuestra hija Frida del accidente que tuvo lugar en 1925, en la esquina de Cuahutemozin y Calzada de Tlalpah”.
Sus pinceladas radiografiaban el tormento, el sufrimiento, el miedo… porqué así empezó a curarse. Exteriorizarlos era necesario. Nunca pintó sueños o pesadillas, pintó su propia realidad[3] que era un constante coqueteo y desafío con la muerte o al menos con el dolor. Su arte es patrimonio de la nación mexicana y de todos aquellos que alguna vez han sido lastimados por la vida misma, desfila en lugares tan prestigiados como el Museo del Louvre (París) y su valor monetario fascina a coleccionistas. Su uniceja, que entonaba su mirada penetrante y desafiante, nunca fue disimulada u ocultada en las docenas de autorretratos, más bien, eran acentuados, como también lo era el indiscreto bigotito que coronaba sus labios y que era la tortura de algunas “damas” de sociedad y el deleite de sus amantes, sean varones o mujeres.

Jamás pintó por necesidad -que sí las tenía-, pintó porque ello la liberaba, le permitía vivir porque, “Amurallar el propio sufrimiento es arriesgarse a que te devore desde el interior”, y ella lo sabía muy bien. No hacía trabajos por encargos y si los aceptaba, por presión e insistencia, no cumplía con las especificaciones, pero, igual, se los llevaban. La catalogaron como surrealista, pero ella les aclaro: “En realidad no sé si mis cuadros son surrealistas o no, pero sí sé que representan la expresión más franca de mi misma”.
Su padre, un exitoso fotógrafo al servicio del gobierno, exploró el país, contándole sobre los maravillosos lugares que visitaba. Su madre, una persona recatada, de costumbres -por decirlo de alguna manera- serviles, prefería los límites de la casa y las obligaciones que conllevaban. Frida no entendía cómo se podía vivir viendo el mundo a través de una ventana y a la sombra de alguien al que le das autoridad. Viajó mucho menos de lo que hubiera querido, pero su espíritu de libertad estuvo latente y desafiante mientras podía hacerlo pese a las adversidades.
Conoció a Diego Rivera cuando este realizaba un mural en la Escuela Nacional Preparatoria donde ella cursaba estudios para ser médico. Solía verlo trabajar a escondidas. La admiración por su arte sería el inicio de una tormentosa relación que iniciaría años después cuando ella tenía 22 y él 43. Diego ya se había casado dos veces, su fama de romántico y mujeriego empedernido era pública, pero ella lo veía con otros ojos, “…un niño grandote, inmenso, de cara amable y mirada triste… un niño rana”. Él era un connotado artista, el gobierno de Porfirio Díaz, del cual su padre había sido fotógrafo, había caído y el nuevo gobierno quería expresar la grandeza de la revolución y la patria en murales y quién mejor que él para hacerlo.
“La paloma y el elefante” se casaron, se divorciaron y se volvieron a casar. Se necesitaban. Se entendían. Se soportaban. Se perdonaban. Diego la engañó con cuanta mujer pudo. Ella hizo lo mismo, no por venganza, ni despecho, sino por amor, por el placer de sentirse bien al lado de otra persona, sin importar quién era, sin importar que rol sexual le habían etiquetado. Él la engañó con su hermana (Cristina Kahlo), ella con una de sus amantes (Dolores del Río). Es una época donde recién se esboza el derecho de la mujer a expresarse y tener la libertad para sentir, así que su corajudo actuar no era de la complacencia de muchos y muchas. “Enamórate de ti, de la vida y luego de quien tú quieras”, era simple su receta, pero no fácil de concretarla o quizá sí, a su manera.
Tuvo una relación compleja, tormentosa, destructiva, pasional. Una relación que podría designar algún síndrome. Para algunos, obsesión, para otros, dependencia. Pero en verdad solo era amor, amor entendido sin prejuicios, ni ataduras, ni estereotipos, un amor que no es blanco ni negro, sino un gris que, es los dos y ninguno a la vez. Un amor libre. Punto. Tuvo dos accidentes serios en su vida, uno fue provocado por el autobús, el otro fue Diego[4]. Sabía que no cambiaría: “Y una cosa puedo jurar: yo, que me enamoré de tus alas, jamás te las voy a querer cortar”. Para ella, él era único; para él, ella era una más.
En torno a ella se tejieron muchas historias, tanto que a estas alturas es difícil saber cuál es real y cual ficcionada. Se la vinculó a Georgia O´Keeffe (esposa del pintor Alfred Stieglitz), Jacqueline Lamba (esposa del artista André Bretón), Josephine Baker, entre otras. Las dos primeras sometidas por la figura imponente de un hombre convencido que, manejar la economía le daba derecho a manejar sus vidas, algo que Frida no aceptaría, por eso en su segundo matrimonio con Diego, prohibió el sexo y decidió vivir de su arte: «Pagaré lo que debo con pintura y después, aunque trague yo caca, haré exactamente lo que me dé la gana y a la hora que quiera», y Diego, aceptó.
De los romances atestiguados por la suposición, fue Chavela Vargas (a quién sus padres escondían de niña porque era muy marimacha), con quien parecía tener más afinidad, una relación de cómplices más que de amantes, o quizá complementaria a ella. Chavela, 12 años menor que ella, tenía una profunda admiración por su arte y su tenacidad: “Fue un deslumbramiento al verle la cara, los ojos. Pensé que no era un ser de este mundo. Sus cejas juntas eran una golondrina en pleno vuelo. Sin tener todavía la madurez de la mujer en mí, pues era muy niña, presentí que podía amar a ese ser con el amor más entregado del mundo, el amor más atado del mundo”. Solo la Casa Azul de Coyoacán, donde nació y murió Frida, encierra la verdad de sus relaciones, o al menos de la mayoría de ellas. De los hombres en su vida, hablaremos otro día, porque “Donde no puedas amar, no te demores”.
Una neumonía la enfermaría y una embolia pulmonar acabaría con ella a sus cuarenta y siete años, en su diario escribo: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”, ya estaba cansada, en una vida sufrió muchas. “…su rostro se veía tranquilo y más hermoso que nunca”, “Ella fue la poesía misma y el genio mismo. Desgraciadamente no supe amarla a ella sola”, diría el Elefante más adelante. Fue velada en el Palacio de Bellas Artes, como tenía que ser; su féretro estaba envuelto con la bandera del partido comunista de México, tamaño atrevimiento le costó el cargo al responsable. Alguna vez había dicho: “Doctor si me deja tomar este tequila le prometo no beber en mi funeral” y seguro, no lo cumplió.
Diego se volvió a casar al año, pronto el cáncer le ayudó a alcanzarla. Solo se durmió y nunca más despertó. Se veló donde fue velada su Frida, la mujer que lo amo, a pesar de todo, a pesar de todas. Juntos deben dibujar las nubes que decoran el firmamento.
[1] “El choque nos votó hacia adelante y a mí el pasamanos me atravesó como la espada a un toro”.
[2] “Hay algunos que nacen con estrella y otros estrellados, y aunque tú no lo quieras creer, yo soy de las estrelladísimas”.
[3] “Nunca pinte sueños. Pinte mi propia realidad”.
[4] Yo sufrí dos accidentes graves en mi vida: uno es del tranvía, el otro es Diego. Diego fue el peor de todos.