Por: Jorge Jaime Valdez
Chavela Vargas cantó, vivió y bebió como quiso. Murió hace casi 10 años y con su voz se apagó un mito de la cultura mexicana del siglo XX. Su voz desgarrada acompañó a llorar a todos los que sufrieron por amor alguna vez y sirvió para olvidar o, a veces, curar las penas del alma. Las letras del gran José Alfredo Jiménez nunca hubieran sido las mismas si no hubieran salido de la voz gastada de una mujer que cantaba con el corazón en la garganta y con los ojos nublados de tanto desamor.
Su vida fue una gran novela, llena de traiciones, de amores furtivos, de dolor, de carencias, de noches interminables de tequila y de dudas. Nació en Costa Rica pero siempre fue mexicana, más que el tequila que bebió en cantidades oceánicas o que los mariachis que la acompañaban cuando convertía las rancheras en verdaderos himnos de los amores contrariados. Siempre pensé que nuestra Flor Pucarina era una Chavela Vargas andina. La misma fuerza interpretativa, la misma soledad, la misma voz “aguardientosa”, las mismas letras de desamor, el mismo dolor estallando sobre el escenario. Dos mujeres valientes, corajudas, empoderadas, ejerciendo una libertad plena sobre sus cuerpos y su sexualidad. Emancipadas en sociedades patriarcales, cucufatas y machistas (la mexicana y la andina), adelantadas a su tiempo, artistas con mayúsculas que bebieron y vivieron como quisieron. Nadaron a contracorriente, enfrentando sin miedo a la doble moral, la hipocresía. Amaron con intensidad, sin miedo al qué dirán. A pesar de la adversidad, la soledad, las adicciones y de los golpes que da la vida nos dejaron discos que las volvieron inmortales. Estas mujeres admirables nunca morirán, mientras las recordemos y una lagrima moje nuestras mejillas con cada letra suya, con su canto visceral, vivirán por siempre.
“Por el bulevar de los sueños rotos/ vive una dama de poncho rojo/ pelos de plata y carne morena/ mestiza ardiente de lengua libre/ gata valiente de piel de tigre/ como de rayo de luna llena”, así la describió el cantautor Joaquín Sabina en una hermosa canción que le dedicó con admiración, y cantó a dúo con ella: “Noches de boda” que registra la voz ya agrietada de la Vargas. Otro español, el cineasta Pedro Almodóvar la admiró y la quiso con la misma intensidad, utilizó su voz para acompañar algunas de las imágenes más entrañables de sus películas: “Kika”, “Carne Trémula”, “Julieta”, “Dolor y gloria” y “La flor de mi secreto”. En esta última, nunca sonó mejor “El último trago” acompañando a una mujer destruida por los males de amor; el personaje que interpreta Marisa Paredes, en la cinta, bebe un trago mientras en el televisor del bar vemos a la cantante abriendo los brazos como Cristo, pero con poncho rojo y negro, como solo ella sabía hacerlo.
Volviendo al bulevar de los sueños rotos, escuchamos que “se escapó de una cárcel de amor/de un delirio de alcohol/ de mil noches en vela/ las amarguras no son amargas cuando las canta Chavela Vargas y las escribe un tal José Alfredo”, totalmente de acuerdo con Sabina, sin embargo, habría que decir que las amarguras no son amargas, pero si muy tristes cuando las escuchamos de la voz agrietada y sola de Chavela, tan tristes y desoladas que harían llorar a un tronco.

Fue bautizada como María Isabel Anita Carmen de Jesús Vargas Lizano y vivió 93 años. Conocida como Chavela o como la “Dama de poncho rojo”, ya en el ocaso de su vida aceptó su homosexualidad, sufrió una infancia dolorosa por el rechazo de su familia por su comportamiento varonil. Nunca se casó, ni tuvo hijos, tuvo muchos amores, amó y fue amada, aunque nunca se sintió correspondida, siempre ese vacío en el alma, siempre esa soledad fue su leal compañera. Sufrió mucho por amor y por ser “una niña muy triste”, ese dolor se refleja en su forma desencantada de interpretar esas letras escritas con amargura, nostalgia y lágrimas.
Pocas voces conmueven tanto al interpretar boleros y rancheras, que lo dejan a uno con un nudo en la garganta. Fue una figura icónica de la cultura azteca, conoció y se relacionó con algunas figuras emblemáticas, como María Félix, Agustín Lara, José Alfredo Jiménez, Diego Rivera o Frida Khalo, con quien tuvo un romance. “Sus cejas juntas eran una golondrina en pleno vuelo” dijo en una entrevista para el documental “Chavela” (2017) de Catherine Gund y Daresha Kyi, que repasa con un notable archivo audiovisual la vida tormentosa e intensa de La Chamana, que se bebía todo el tequila del Tenampa después de sus presentaciones, andaba “entequilada” como solía decir tratando de ahogar ese vacío en el pecho que no se llena nunca.
Su voz grave, en un inicio fue incomprendida, era una cantante marginal, nadie creía entonces que algún día sería querida por miles de admiradores en el mundo. Casi durante una década se le creía muerta, no cantaba, no grabó ningún disco, no hizo ningún concierto, vivía en un pueblito alejado, conviviendo con la naturaleza y hundida en litros de alcohol y en una soledad insondable, luchando con los fantasmas del pasado, esos demonios internos que vuelven, una y otra vez, a apropiarse de los rincones del alma. Almodóvar, fue quien la sacó del olvido, como lo hizo con otros cantantes de música popular poco conocidos, gracias a su cine escuchamos al cantante cubano “Bola de Nieve”, a La Lupe, a Mina, a Lola Beltrán o a la española de origen africano Concha Buika. Incluso la llevó a una gira por varios países europeos donde se reconoció, por fin, su talento descomunal. Actuó en el escenario que había soñado toda su vida, el Olympia de París.
La paloma negra de los excesos, no murió, estará tomándose el último trago con algún dios o con algún demonio feliz y en algún rincón del alma su voz nos seguirá cantando: “Ojalá que te vaya bonito”, “Macorina”, “Si no te vas”, “Fallaste corazón” o “Vámonos”, y nosotros, desconsolados, la seguiremos escuchando, queriendo y llorando por siempre. En un rincón del alma, donde tengo la pena que nos dejó tu adiós (sonará por siempre tu voz triste) porque somos como hojas que el viento juntó en el otoño, eso somos nada más…