Por: Katya Adaui
Tan misteriosa que se creó un mito sobre su fecha de nacimiento, acento y color de ojos. Tan vanidosa que valoraba más un piropo que una reseña. Tan persistente que escribía con una Olympia sobre las piernas mientras cuidaba a sus hijos, mucho antes de que existieran las lap tops. Tan buena que la compararon con James Joyce y Virginia Woolf antes de haberlos leído. Dijo de sí misma: soy tan misteriosa que ni yo me entiendo.
Tengo varias caras.
Una es casi bonita, otra es casi fea.
¿Qué soy? Un casi todo.
Clarice Lispector.
Clarice, bajo pastillas, se duerme con un cigarro entre los dedos. Intenta apagar el fuego, sus anotaciones en papelitos arden. La mano derecha, la que usa para escribir, se deforma. Dos meses internada en la clínica. Le implantan tejido de las piernas, que pierden motricidad y quedan marcadas para siempre con cicatrices. Sufre más por su belleza gravemente herida que por los papeles perdidos. “Prefiero que salga una buena foto mía en el diario, que un elogio”, escribe para el Jornal do Brasil.
Una vida marcada por las contradicciones y el misterio. Misterio que ella siempre alimentó. Los documentos indican que nació en 1920; ella lanzó otras fechas: 1921, 1926, 1927. Su madre dio a luz en una aldea de Tchetchelnik, por la que pasaban de casualidad huyendo del gobierno comunista y de las persecuciones a los judíos en Rusia. Había sido violada y contagiada de sífilis durante los progromos. El viaje migratorio fue de Ucrania a Maceió y de Maceió a Recife. La madre, con una parálisis progresiva y en silla de ruedas, era nerviosa y hermética.
Y aquí hay otra marca indisoluble, un dolor materno que la acompañaría toda la vida: Clarice se culpaba de su enfermedad, desearía haber nacido para curarla.
Creció escuchando muchas lenguas: portugués, ruso, idish. Habló portugués arrastrando las erres, como un acento extranjero. Este frenillo originó una leyenda: en Brasil creían que su lengua era el ruso y en Argentina la pensaban francesa. Sus ojos eran de un verde tan hondo que parecían negros.
Jugaba todo el día en la calle y a cualquier niño que pasaba le preguntaba si quería ser su amigo. Se disfrazaba para participar en el carnaval desde la puerta de su casa. Amaba a los animales, y no haber sido un perro o un gato era una de sus secretas nostalgias. La idea de ser otra la obsesionaba. “Antes de los siete años, yo fabulaba. Le enseñé a una amiga un modo de contar historias. Yo contaba una historia y, cuando no la podía seguir, mi amiga comenzaba. Ella entonces seguía y si llegaba a un punto imposible, por ejemplo, cuando todos los personajes habían muerto, yo continuaba. Decía: “No estaban del todo muertos”. Y seguía”.
A los siete aprendió a leer y pronto descubrió que lo suyo era escribir. Semana tras semana envío cuentos a la sección infantil de un diario, que siempre los rechazó, porque privilegiaban sensaciones y no acciones. Cuando tenía diez años murió su madre. A los catorce se mudó con la familia a Río de Janeiro. “Y leía, leía como una loca”, atraída solo por los títulos de los libros. Mezclaba la lectura de Dostoievski, Hesse, London, con la de novelas rosa.
Aunque amaba su vocación literaria, estudió Derecho, para “reformar las cárceles”. En los cinco años de carrera aprendió a odiar las leyes y retomó la escritura. Más le importó que sus historias aparecieran publicadas en diarios y revistas que ir a su propia graduación. Por esta época comenzó a trabajar en la Agencia Nacional de noticias, convirtiéndose en una de las primeras reporteras profesionales del Brasil. Le gustaba entrevistar, pero no ser entrevistada. Ahí era escueta e impiadosa, casi muda. Y en esta defensa de su mundo interior y de su rareza, otra clave de su escritura: hay que sostener un velo, jamás contarlo todo.
En 1943 se casó con Maury Gurgel Valente, a quien había conocido en la universidad, de profesión: diplomático.
Durante el noviazgo, Clarice escribió su primera novela. Cerca del corazón salvaje es la historia de Joana, una mujer que hace el mal, que atraviesa deseos, pasiones, fracasos, para sentirse viva y que trata de sobreponerse al mundo que la rodea. El título vino –a sugerencia de un amigo– de una frase del Retrato del artista adolescente, de Joyce. Fue inmediatamente comparada con él, por los recursos introspectivos, pero no lo había leído. Por las mismas razones fue comparada también con Woolf, a quien tampoco había leído. A Clarice no le gustaba esta afinidad, no le perdonaba el hecho de que se hubiera rendido, de que se hubiera suicidado. El libro, rechazado en un principio por una editorial que no supo comprenderlo, fue premiado al año siguiente. Clarice descubrió en este proceso un método que respetó toda la vida: escribir sin corregir y anotar en papel las observaciones finales. Le dijo a su empleada: “deje cualquier pedacito de papel escrito donde está”.
Comenzaron los viajes, a Estados Unidos y a Europa. En Nápoles fue enfermera en un hospital para soldados brasileños durante la Segunda Guerra Mundial, hasta que la soledad de Europa la envolvió, “un brasileño no es nadie en Europa”. En breves visitas al Brasil, publicó su segunda novela, La araña, que reveló la misma tensión psicológica de su primer libro, la búsqueda de imágenes y el disfrute de pensar. Era consciente de su desapego por las estructuras; se inspiraba en una sensación y la llevaba al límite, sin frenarse: construía todo a partir de esa primera imagen que solo ella entendía, fotografiaba el instante, experimentando con el lenguaje y las formas semánticas. La araña es una lámpara y no un arácnido, debajo de su luz es que los personajes pueden encontrar la epifanía. Escribió también una tercera novela: La ciudad sitiada. Ya era madre de dos hijos.

Escribió luego cuentos sobre el corazón de la vida familiar. Giran siempre en torno a un misterio sobre la vida cotidiana: Amor, Comienzo de una fortuna, La gallina, La cena. Para estar más cerca de sus hijos, hizo también cuentos para niños como El misterio del conejo que sabía pensar. Permitía que la interrumpieran todo el tiempo. Se sentaba al sofá, cerca de ellos, con una Olympia portátil. Escribía, fabulaba, con la máquina encima de la falda, una precursora del uso de la lap top. Algunos cuentos aparecieron en la revista Senhor. Y sucedió que los lectores brasileños comenzaron a esperarlos. Trece de estos cuentos conformaron Lazos de familia. En ellos no sucedía algo extraordinario, lo extraordinario era la vida vista por la vida: el mundo interior, contradictorio y generoso, vil y amoroso de los personajes, ya sea en su propio hogar o mirando hacia la calle. El movimiento más mínimo, hablar o callar, puede desencadenar una tragedia. Está considerado como el mejor logrado, el más emocionante de todos los libros de relatos de Clarice.
En 1959 se separó de su esposo. Volvió al Brasil, a Río. Aceptó ser columnista de temas “femeninos” en algunos diarios, a cambio de un sueldo fijo: Moda. Por qué usar cremas Pond´s para no envejecer. Clases de seducción. Pero Clarice, la de los grandes ojos verdes que todos pensaban negros, no firmaba. Daba la cara por ella una actriz famosa.
En 1961 publicó La manzana en la oscuridad, que la crítica acogió por existencialista. Ella negó las influencias una vez más: “No he leído a Sartre”. Más tarde publicó otro brillante libro de cuentos: La legión extranjera y luego de un período de aridez, la novela: La pasión según G.H, que ella considera su mejor libro. Comenzaron las traducciones en el extranjero, volvieron los premios.
En 1965 ocurrió el incendio que destruyó su mano derecha: “Solo puedo decir que pasé tres días en el infierno, aquel que –dicen– espera a los malos después de morir. Yo no me considero mala y lo conocí en vida”.
Siguió en el periodismo, escribiendo durante siete años una columna semanal para el Jornal do Brasil. En la literatura podía ser anónima y hermética, en la columna perdió lo que llamaba “su intimidad secreta”.
Estas crónicas que acercan a Clarice a todos los públicos y que rompen varios mitos sobre su vida están en los compendios Revelación de un mundo y Aprendiendo a vivir. Publicó una nueva novela que había escrito en nueve días: Un aprendizaje o el libro de los placeres. En los setenta publicó más volúmenes de cuentos: Felicidad clandestina (con imágenes de su infancia) y se enfrentó por primera vez de forma directa e intensa al sexo en El viacrucis del cuerpo y silencio.
Curiosa como era, aceptó participar en un congreso de brujería en Colombia, porque quería pasear. Le pidieron un texto: “Yo no sabía cómo hacer un texto de brujería, porque no soy bruja, ¿no?”. Nadie entendió el cuento que se leyó ese día, El huevo y la gallina. Muchos le pidieron copias.
En 1976, siendo más leída que nunca, sufría al pensar que sus lectores le hacían concesiones, cuando ella misma no lograba comprender el misterio en sus propios textos. Dijo en una entrevista: “Elogiar mucho es como regar demasiado una flor”. Y confesó una vez más su vanidad: “No es literaria, no… Pero me gusta que me encuentren linda, esto sí”.
Con rabia frente a la propia vejez, con la muerte acechándola, estaba enferma, hizo planes, viajó a Europa con su mejor amiga, para volver a la semana, angustiada. Tenía cáncer, pero nunca se lo dijeron o quizás sí lo intuía. Comenzó en el útero, hizo metástasis y durante 45 días tuvo que estar internada. Murió un día antes de su cumpleaños número 57, llevándose todos sus misterios, su pasión duradera.