Las mujeres en el mundo dividido de José María Arguedas
Por Toño Angulo Daneri
Cuatro meses antes de suicidarse, José María Arguedas estuvo deambulando por las calles del centro de Santiago intentando encontrar a una última mujer que le devolviese el sentido de la vida. Buscaba a una prostituta, y no era la primera vez que lo hacía. Según él, en 1944 se le había desatado una “dolencia síquica” contraída durante su infancia y aquella vez sólo un cariño alquilado lo había salvado, devolviéndole la vitalidad que “su cuerpo y alma necesitaban”. Ese primer encuentro había sido con una zamba alegre, joven y gorda, escribió más tarde. Tiempo después había de repetir la misma fórmula de salvación en Guatemala y, hasta donde se sabe, también en el puerto peruano de Chimbote. De modo que esa última vez, recorriendo las calles prostibularias de la capital chilena, Arguedas debía de estar haciendo un esfuerzo final por sentirse vivo. Este peregrinaje comenzó una noche de invierno. Un jueves. Al menos así se lo contó a su psicoanalista.
Aquel día había esperado durante toda la mañana una carta de Sybila Arredondo, su segunda mujer, una chilena con estudios de danza y filosofía en Alemania que vivía con él en Lima. Cuando al fin la recibió, se había hecho de noche y Arguedas ya estaba acostado en su cama, atormentándose con la idea de que su esposa no le había escrito. Nadie puede saber si en ese momento leyó la carta ni tampoco lo que ésta decía: eso sólo se lo confió a su doctora, la psiquiatra Lola Hoffmann. Aunque era tarde, Arguedas se puso el abrigo y se dirigió a una estación de autobuses para enviar unos capítulos de su última novela a un crítico literario. Como la estación estaba cerrada, se quedó paseando por los aledaños del río Mapocho. Era una zona sombría y sucia, con puestos de fruta y comida al paso. Un lugar lleno de bares, hombres solos y prostitutas que Arguedas iba a describir después como una gusanera abyecta y abismal. De pronto aparecieron unos policías y entraron en una boîte. A él, que dudaba entre meterse en el bar tras ellos o esperar a que se marcharan, se le acercó una mujer con aspecto y ropas de campesina. De su mano traía a una niña.
La campesina comentó algo acerca de los policías. Después le dijo: “¿No quisiera acostarse con esta guagua o conmigo?”. Arguedas le preguntó qué edad tenía la niña. “Doce”, respondió la mujer. En ese instante él se alejó. Pero no del todo. Continuó dando vueltas por ahí, sólo mirando, en silencio, con las manos en los bolsillos de su chaqueta. Hacía tanto frío que el aliento le salía de la boca convertido en una especie de neblina blanca y consistente. Al rato se acercó otra mujer y le pidió que le convidara un trago. Era una chiquilla muy flaca a la que le faltaban algunos dientes y que iba y venía en un espacio muy reducido, “como ciertos animales enjaulados”. Arguedas primero dudó. Dio más vueltas. Finalmente le dijo que sí y entraron en un hotel que en lugar de vestíbulo tenía una barra de bar. En una carta angustiosa que esa misma noche le escribió a la doctora Hoffmann le confesó que ni siquiera pudo desvestirse. Apenas accedió a tocar el cuerpo helado de la muchacha. Aun así, no pudo resistir la tentación de volver la noche siguiente. Y también la del sábado. Esas noches, había de recordar, fueron las peores para él.
Para ese tiempo, Arguedas ya se había casado dos veces y había tenido al menos una relación amorosa paralela a su primer matrimonio. Desde un punto de vista estadístico, esa clase de aventuras no lo hacía distinto de la mayoría de los hombres en América Latina, escritores o no. La diferencia es que él no se ufanaba de ello. Al contrario: sentía culpa, se atormentaba, sufría. Lo mismo se podría decir de su compleja fascinación por irse de putas. No es infrecuente que muchos hombres lo hagan. Para algunos es incluso un acto “normal”, casi rutinario, especialmente en momentos de desolación, despecho o para echar al olvido los conflictos de la vida doméstica. Arguedas había crecido, además, en una época en que los hombres en el Perú solían iniciarse sexualmente en un burdel. Sin embargo, él no parecía disfrutar ninguno de esos lances eróticos. Le atraían, no tenía la voluntad ni la fuerza anímica para escapar de su embrujo carnal, pero al mismo tiempo le provocaban repulsión y pánico, como el vértigo a las personas que le tienen miedo a la altura. En una de sus primeras cartas a la doctora Hoffmann admitió que “la conclusión” de esas tentaciones sexuales no le producía otra cosa que “asco al mundo”.
Ese “asco” ante la consumación del acto sexual lo sentía igual con todas las mujeres. Ni siquiera era distinto con las que mantenía “una relación lo suficientemente protegida por la sociedad”, es decir, “un matrimonio formal”, como advierten las escritoras Francesca Denegri y Rocío Silva Santisteban en su ensayo Lo que ansío es ser amado con pureza: sexo y horror en la obra de José María Arguedas. ¿Por qué entonces el encuentro con una prostituta podía escapar de esa visión del sexo como algo que “se sale de las reglas de la normalidad y de lo controlable”? ¿Qué tenía para él una “triste mariposa nocturna” que podía devolverle el sentido de la vida?
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Todos los relatos de Arguedas se pueden leer como fragmentos complementarios de su autobiografía, de una sola y prolongada confesión íntima. Esto, que podría decirse de cualquier narrador, en su caso era más evidente. Él mismo remarcó numerosas veces ese sello rememorativo de su obra. Hasta sus trabajos como antropólogo partían siempre de él, de su cuna, de su nostalgia y su memoria. De este modo, cotejando sus cuentos y novelas con los recuerdos que elegía para escribir sus discursos o ensayos académicos, uno puede ver que Arguedas se reconstruyó a sí mismo como el gran protagonista de sus ficciones. Por supuesto, esto ha servido para el debate de críticos literarios, sociólogos y psicoanalistas que, como es lógico, jamás se pondrán de acuerdo sobre sus estrategias de significación. Pero en sus últimos años Arguedas fue intencionadamente honesto en muchos temas, acaso como una forma de exorcizar sus traumas de infancia. Por eso es imposible no ver que el más claro de todos ellos, aunque a la vez el menos estudiado o más silenciado por parte del canon literario peruano, fue el tema de su atormentada sexualidad. Sin embargo, bastaba que él contara algún episodio de su biografía para que alguien que hubiera leído su obra a conciencia supiera quién era ese o aquel personaje en tal o cual relato. En su bibliografía hay incluso un volumen completo, Amor mundo, que Arguedas admitió haber escrito por recomendación de un psiquiatra. Son cuatro cuentos. Y todos giran alrededor del sexo.
Como con casi todo en su niñez, los primeros contactos que tuvo José María Arguedas con el sexo fueron de una espantosa brutalidad. Él comenzó a hablar abiertamente de ellos en 1965, ya con cincuenta y cuatro años cumplidos, cuatro antes de suicidarse. Este ocultamiento durante tanto tiempo de acontecimientos que lo habían marcado de por vida permite intuir hasta cierto punto cuánto debían dolerle y avergonzarlo. Su madre había muerto cuando él aún no tenía tres años, y su padre, que era abogado, se casó por segunda vez con una viuda adinerada. Así fue como él y su hermano mayor, Arístides, se fueron a vivir a la casa de su madre adoptiva. A tono con sus recuerdos, tal vez lo justo sería decir “a merced de su madrastra” y de otro personaje aun más cruel que ella, Pablo Pacheco, su hermanastro. Desde el inicio quedó claro cuál iba a ser el papel del niño José María en esa nueva familia: sirviente, igual que los indios. Eso quería decir: dormir en la cocina, embutido dentro de una batea o sobre pellejos de ovejas; levantarse de madrugada para ir a cortar la alfalfa con la que se alimentaba a los animales de la granja; conformarse con porciones miserables de comida, y soportar que su cabeza se llenara de piojos. El precioso regalo que recibió a cambio fue aprender a hablar quechua como idioma materno y conocer la ternura impagable de los indios. Hasta que una noche, Pablo Pacheco entró a despertarlo con un bastón.
Su hermanastro era ya un hombretón adulto, abusivo y despótico como casi todos los gamonales de esa época, sólo que peor. Era racista, explotador, inmisericorde con el sufrimiento ajeno, pero además era sádico y exhibicionista. Según Arguedas, tenía un poder desmedido en el pueblo, a tal punto que podía ordenar que metieran en la cárcel a quien él quisiera con sólo decirlo. Aquella noche que Pacheco lo levantó a bastonazos, y que Arguedas después iba a recordar, primero en sus ficciones y después en sus cartas y textos autobiográficos, el hermano le exigió seguirlo. “Vas a saber qué cosa es y cómo es ser hombre”, le dijo. Lo llevó a la casa de una “señora” a cuyo marido había enviado a cumplir una tarea fuera del pueblo. Por lo visto era una de las varias mujeres a las que Pacheco tenía amenazadas y sometidas sexualmente. Una vez dentro de la casa, cuando la mujer se dio cuenta de que el pequeño José María estaba con él, le rogó que por favor se fuera. Forcejearon. Pacheco entonces la extorsionó: o se dejaba o él iba a gritar hasta despertar a sus hijos para que los vieran teniendo relaciones sexuales. La mujer finalmente se arrodilló y, llorando, empezó a rezar, mientras el hermanastro la violaba. Arguedas contó años más tarde que esa noche él también se arrodilló y rezó.
Aquella no fue la única vez que Pacheco lo hizo testigo de sus vejaciones sexuales. De una de esas incursiones Arguedas debe haber sacado la idea —quizá la frase exacta— que después iba a incluir en uno de los relatos de Amor mundo. La escena describe a un gamonal ordenando a sus hombres que sujeten por la fuerza a una mujer, la tumben en el suelo y la obliguen a abrir las piernas para violarla. En la ficción también hay un niño presente, quien oye al gamonal violador cuando dice: “Mejor si se queja. Más gusto al gusto”. Junto con lo atroces que resultan estas imágenes y lo pavorosas que debieron ser para Arguedas presenciarlas de niño, hay una más, una escena terminal de su infancia traumática de la que sólo se atrevió a escribir poco antes de suicidarse. Es el episodio de su abrupto debut sexual, “forzado” por una mujer embarazada. En realidad, Arguedas tuvo cuidado de recrear ese momento con la sutileza suficiente para dar a entender que no fue solamente un acto de violencia contra él, sino que él también participó como un cómplice seducido. Dijo que la mujer se arrastró “como una culebra” y que después de levantar la manta con la que dormía, empezó a acariciarlo, mientras él se dejaba deslizar dentro de ese “dulce arcano maldecido donde se forma la vida”.

Fue uno de esos actos torcidos de iniciación que inauguran una visión del sexo para toda la vida. En su caso, una visión muy triste, distorsionada, en el fondo contra natura. El sexo es deseo, entrega carnal, anhelo del placer y gozo, pero también es un acto forzado, obligatorio, miserable y ruin. “Creo que mi conciliación con mis propios problemas sexuales ya no es posible”, le dice a la doctora Hoffmann en una carta fechada en enero de 1969, cinco días antes de cumplir cincuenta y ocho años, y diez meses antes de suicidarse. “¡Cuánto he hablado de esto! Todo el universo ha girado para mí alrededor de este problema”.
Al mismo tiempo, para muchas mujeres, como las que él vio violar impunemente por su hermanastro Pablo Pacheco, el sexo es dolor y opresión, sometimiento y llanto. Otro de los personajes infantiles de Amor mundo habla en nombre del niño Arguedas y discute con un guitarrista, bastante mayor que él, acerca de si las mujeres sienten placer cuando tienen relaciones sexuales. El niño tiene una certeza: “La mujer sufre. Con lo que le hace el hombre, pues, sufre”. El guitarrista refuta su teoría, un poco como que se burla del niño, haciendo que éste se impaciente y le grite: “¡No goza!”. Por fin, sabiéndose derrotado por los argumentos que enumera su amigo adulto, se aleja y se recuesta al pie de un árbol, donde se arrulla hundiendo la cabeza en unas hojas amarillas y rojizas que han caído sobre el césped. Piensa: “La mujer es más que el cielo, llora como el cielo, como el cielo alumbra. No sirve la tierra para ella. Sufre”. Aunque parezca difícil de creer, muchos años después, cuando Arguedas era aun mayor que el guitarrista de su cuento, seguía pensando lo mismo que aquel personaje niño. “Para mí, la mujer es un ser angelical”, dijo una vez. “Hacerla motivo del apetito material constituye un crimen nefando, y todavía sigo participando no sólo de la creencia, sino de la práctica”.
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A diferencia de sus biógrafos y exégetas de su obra, Arguedas tenía muy presente que el más abominable de sus demonios era el sexual. Era absolutamente consciente de ello, de ahí su tragedia. En varias cartas que le escribió a su psicoanalista repitió con pocas variantes la confidencia citada líneas arriba: “Todo el universo ha girado para mí alrededor de este problema”. Leyendo esa correspondencia uno puede intuir que rehuía toda relación erótica con las mujeres. Se apartaba de ellas y hasta es presumible que aceptase invitaciones a viajar como una forma de eludir el natural contacto físico que conlleva la vida en pareja. En otras ocasiones, después de haber accedido a tener un encuentro sexual, más como si fuese un deber impuesto por las convenciones del matrimonio y no como una demostración recíproca de amor y placer, lo abrasaba una culpa infernal e irreversible. Esta aversión a la intimidad conyugal no parece haber variado durante los casi veinticinco años que estuvo casado con Celia Bustamante, ni cuando conoció a Sybila Arredondo, con quien llevaba dos años de matrimonio cuando se suicidó en diciembre de 1969. Hoy no es disparatado suponer que la historia fuera distinta en sus otras relaciones, las no maritales, que han empezado a difundirse tras la publicación del profuso intercambio epistolar que Arguedas mantuvo con mucha gente a lo largo de su vida. Por ejemplo, su romance con Vilma Ponce, una joven “aldeana” de un pueblo de Jauja con la que tuvo a su única hija, y otra aventura aun más secreta con una chilena casada a quien él se refería simplemente como Beatriz. Pero de momento es imposible saberlo con certeza. Lo único conjeturable por ahora es que la vida sexual de Arguedas se debatía entre al menos dos tipos de mujeres. Mejor dicho, a partir la forma binaria, antagónica, casi bipolar, en que él establecía sus afectos hacia ellas.
Celia Bustamante fue en cierto modo una madre para él. Representaba a esa arquetípica mujer-guía que, según el psicoanálisis, sustituye a la madre ausente en un hombre que quedó huérfano siendo tan pequeño como fue el caso de Arguedas. Es más, la segura y maternal Celia era en realidad dos madres para él, ya que mientras vivió con ella lo hizo también con su cuñada, Alicia Bustamante. En una carta a su amigo y antropólogo estadounidense John Murra se lo explicó así: “Las invalideces de la niñez creo que fueron como amamantadas durante los 25 años de matrimonio en que estuve tan bien atendido por las dos señoras, generosas, protectoras y autoritarias”. Es probable que Arguedas haya sido injusto al calificar con tanta severidad a todas sus mujeres. Sin embargo, el dato que vale aquí es su descarnada sinceridad. Para él las cosas eran así, puesto que así las sentía. Con esa honestidad brutal, en una de las primeras cartas que le escribió a la doctora Hoffmann le contó lo siguiente: “Al llegar tuve una relación con mi esposa [se refiere a Celia], prolongada y excesiva. Me hizo daño. Hacía tiempo que no tenía contacto con ella”. Y más adelante: “Estoy algo obsesionado por la forma en que ocurrió. Ella se excitó muchísimo. Luego amanecí sumamente deprimido”. Varios años después, en su segundo matrimonio, le iba a pasar lo mismo.
Aunque con una diferencia importante. Sybila Arredondo era para Arguedas lo contrario a una madre. Cuando se conocieron, en la casa de Pablo Neruda en Santiago de Chile, ella encarnaba a su manera la figura de la mujer emancipada de la década de los sesenta. Era joven, veinticinco años menor que él, y sin embargo ya se había divorciado una vez y se las arreglaba para mantener sola a sus dos hijos. Ella ha contado que fue Arguedas quien la sedujo, llevándole libros y regalos cada vez que iba a Santiago para visitar a su psicoanalista, y también que fue él quien le propuso casarse. Después de la boda se mudaron a vivir definitivamente a Lima. Pasados los primeros meses de convivencia, ese período en que la vida en pareja evoluciona de la ilusión del enamoramiento al conocimiento mutuo, Arguedas empezó a reprochar lo que él consideraba una falta de dedicación de su mujer a los quehaceres domésticos. Y otra vez fue tremendamente duro en su juicio. En la correspondencia que mantenía a la par con John Murra y con la doctora Hoffmann lamentó repetidas veces que Sybila Arredondo no fuese una ama de casa diligente, sacrificada ni ordenada en la vida hogareña. “Mi mesa de escritorio tiene, sin exagerar, tres rumas de papeles y revistas que dejan apenas espacio para la máquina de escribir”, se quejó en una ocasión. Y en otra: “Las cortinas siguen prendidas con unos alfileres que aquí llamamos imperdibles”. Además, lo que peor llevaba era que Arredondo fuese una mujer demasiado independiente, con numerosas actividades fuera de casa. En el mundo dividido de José María Arguedas, no era una madre abnegada.
Su vida íntima dentro de este segundo matrimonio también fue para él una fuente de presión e intimidación, por lo tanto, de padecimientos y lamentaciones. Se casaron en mayo de 1967, lo cual quiere decir que vivieron juntos tan sólo dos años y medio. Aun así, ese corto tiempo fue suficiente para que Arguedas se volviera a sentir agobiado por aquello que para el común de los adultos que viven en pareja suena más bien a rutina: una vida sexual monótona, infrecuente y, en su caso, casi hasta contenida. En una carta de diciembre de 1968 Arguedas describe a Sybila Arredondo como una “ardiente compañera en el lecho y por eso, para mí, temible”. Era cierto. Arguedas tenía miedo de algunas mujeres, en especial de las que él consideraba como “devoradoras”. O, como exponen Francesca Denegri y Rocío Silva Santisteban, mujeres que al ser eróticamente independientes pueden disfrutar del sexo con entera libertad y manejar conscientemente su deseo y sus estrategias de seducción. Cuando Arguedas recién empezaba a frecuentar a Sybila Arredondo, le contó esto a su amigo John Murra: “De ánimo, voy raro. Soltero a los 54 años, bajo de fuerzas. Debo eliminar a Sybila. No quiero que me devoren, en todo caso es preferible que yo mismo me devore. He llegado a temer a las mujeres, mucho”. Y más adelante: “Jamás sabremos qué mueve a una mujer devoradora”.
Era raro el caso de Arguedas. Siguiendo sus palabras, si existe una mujer que debería encarnar más claramente la imagen de “devoradora” es una prostituta y no tanto una esposa. Con la pareja se suele dar por descontado que media el amor, la compañía, la comprensión, emociones que todo lo atenúan y todo lo matizan. Para él, sin embargo, no era así. Quizá haya sido Beatriz, aquella chilena casada de quien Arguedas hablaba sin apellido, su romance ideal. Es decir: un idilio casi sin sexo, limitado a citas furtivas o tal vez sólo epistolar. Un amor platónico, en el sentido más extendido que se suele dar a esta palabra. Según parece, a ella también la conoció en uno de los viajes que hacía con frecuencia a Chile para conversar con la doctora Hoffmann. En Santiago, Arguedas tenía un apodo: lo llamaban El Brujo porque decían que tenía un talento de hechicero para encandilar a la gente con sus historias y persuadirlas para hacer lo que él quisiera. Con ese encanto sedujo a Beatriz, pero al cabo de algunos meses el marido de ella descubrió las cartas que se enviaban, armó un escándalo familiar y Arguedas no sólo dejó de escribirle, sino de mencionarla en sus relatos autobiográficos, como si la hubiese borrado de pronto de sus afectos. En cuanto a Vilma Ponce, “la aldeana”, como él la llamaba, la noticia de su amorío fue en realidad la revelación de que Arguedas no había pasado por este mundo sin dejar descendencia. A mediados de los años noventa, Vilma Victoria Arguedas Ponce se presentó en sociedad como la hija del escritor y mostró como prueba las cuarenta y nueve cartas que su padre le había enviado a su madre durante el tiempo que duró la relación. Cartas en las que Arguedas decía cosas como éstas, por ejemplo: “En cuanto yo me quede solo en Lima me iría a tu lado, llevándome toda mi ropa y algunos de mis muebles: mi catre y colchón, mi estante, mis libros, mi máquina de escribir y la cámara”; “cuando hayas dado a luz y mis asuntos de matrimonio aquí se arreglen por sí solos, con la separación, veríamos si nos trasladamos aquí, a Lima, o nos vamos a otra parte”. Como suele suceder en estos casos, no faltó la controversia. El hermano del escritor, Arístides, quiso sellar el tema con una confesión que más tarde Sybila Arredondo había de repetir casi con las mismas palabras. Dijo que su hermano era estéril.
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La noche siguiente a su encuentro con la chica prostituta en un hotel de los alrededores del río Mapocho de Santiago, Arguedas regresó al mismo lugar. Era viernes. Arguedas se refería a las prostitutas a veces con desprecio, “idiotas antivírgenes”, y otras con la típica y triste metáfora de las mariposas que revolotean de noche. Ese viernes anduvo buscando a la misma chiquilla flaca a la que le faltaban dientes, sin saber cuánto tiempo, hasta que se dio por vencido. A cambio encontró a una muchachita de unos diecisiete años y dejó que ella tomase la iniciativa. La chica lo condujo a otro hotel, pidió que le pagara por adelantado y se desnudó. Al igual que la noche anterior, Arguedas describió su cuerpo como un témpano de hielo, que a su vez congeló el suyo. Contó que le hizo propuestas inadmisibles, ante las cuales ni él ni su cuerpo reaccionaron. Al parecer, a la chica le entró cierto remordimiento, mezclado con una mirada que él entendió como de menosprecio y, mientras empezaba a vestirse, quiso devolverle una parte del dinero. Llevaba puesto, según Arguedas, un “pantaloncito blanco”. Él permaneció todavía un rato más en la habitación. A las dos de la madrugada volvió a la casa donde se alojaba, cogió un papel y escribió unas líneas a mano: “Me aterra esta casi vehemencia de buscar prostitutas”. A la mañana siguiente, en el mismo papel, anotó los detalles del episodio, pero entonces lo hizo a máquina. Calificó a la chica de “atroz”, pues al mirarlo con pena y hacerle notar que estaba pagando por gusto lo había avasallado.
Aun así, regresó una tercera noche seguida. Le salió al encuentro una mujer gorda que le pareció joven y la siguió hasta el burdel donde trabajaba. Estuvieron bebiendo pisco y conversando durante un rato, pero después tuvieron una discusión por dinero. Parece que la mujer trató de cobrarle de más. Una vez en la habitación, tampoco pasó nada. “A pesar de todas las cochinadas que hizo, yo seguí impotente”, escribió horas más tarde, ya en su cuarto. Recordó que lo mismo le había pasado años atrás en un prostíbulo de Chimbote, pero que en esa ocasión había encontrado consuelo “en la descomunal tortura del vicio solitario” con la que también solía apaciguar sus soledades de adolescente. Sin embargo, aquella madrugada, ni eso consiguió. Entre los psiquiatras a los que había consultado, había uno que “me exigía que tuviera relaciones lo más continuadas posibles para afirmar mi masculinidad y desterrar el terror”. Pero, para ese momento, ya había comenzado a obsesionarse con la idea de que estaba en la etapa “más peligrosa” de su vida. Que debía salir de ese torbellino. “Antes de irme”, escribió.
José María Arguedas se disparó un balazo en la sien frente al espejo de un baño en la Universidad Agraria La Molina, donde daba clases. Fue el 28 de noviembre de 1969, dos meses después de haber vuelto por última vez de Santiago de Chile. Tras cinco días de agonía en un hospital, murió el 2 de diciembre. Un martes. Era la segunda vez que lo intentaba. Pocos años antes ya había intentado suicidarse con una sobredosis de barbitúricos. La mayoría de los que han escrito sobre él y sobre su obra han omitido sus conflictos sexuales, en parte por pudor, aunque casi siempre porque han preferido poner el acento en su denuncia de la explotación del indio, del compatriota que nunca ha sido tratado como ciudadano, del peruano que no cuenta. Es evidente que hay una intención ideológica en la división que planteaba Arguedas de sus mundos vitales y narrativos. Es decir: la sierra y la costa, el castellano y el quechua, la pureza rural y la descomposición urbana, el terrateniente explotador y el campesino humillado. Pero también es probable que esa otra división que proponía, entre una mujer inmaculada y virginal a la que el hombre no debía manchar de sexo ni siquiera si estaba casado con ella y, por otro lado, una mujer que al disfrutar libremente de su cuerpo se maldecía en su supuesta condición de prostituta, haya sido un poderoso combustible para avivar los implacables fuegos de la depresión que lo consumían. Alguien así es capaz de enamorarse, y, de hecho, Arguedas se enamoró de al menos cuatro mujeres de muy distinto carácter. Aunque ese tipo de amor parece estar condenado a ser siempre fragmentario, inconcluso, torcido.
*La primera versión de este texto aparece en el libro Llámalo amor, si quieres (Lima: Editorial Aguilar, Random House Mondadori, 2004).