Las mujeres en el mundo dividido de José María Arguedas
La segunda vez que el autor de Los ríos profundos trató de suicidarse lo hizo frente al espejo de un baño en la Universidad Agraria, donde daba clases. La primera vez lo intentó con un cóctel de barbitúricos. La siguiente y definitiva fue disparándose un balazo en la sien. ¿Tuvieron que ver sus problemas sexuales con su tenaz determinación por quitarse la vida? Una lectura atenta de su obra y de sus cartas sugiere que sí.
Toño Angulo Daneri
Cuatro meses antes de suicidarse, José María Arguedas estuvo deambulando por las calles del centro de Santiago intentando encontrar a una última mujer que le devolviese el sentido de la vida. Buscaba a una prostituta, y no era la primera vez que lo hacía. Según él, en 1944 se le había desatado una “dolencia síquica” contraída durante su infancia y aquella vez sólo un cariño alquilado lo había salvado, devolviéndole la vitalidad que “su cuerpo y alma necesitaban”. Ese primer encuentro había sido con una zamba alegre, joven y gorda, escribió más tarde. Tiempo después había de repetir la misma fórmula de salvación en Guatemala y, hasta donde se sabe, también en el puerto peruano de Chimbote. De modo que esa última vez, recorriendo las calles prostibularias de la capital chilena, Arguedas debía de estar haciendo un esfuerzo final por sentirse vivo. Este peregrinaje comenzó una noche de invierno. Un jueves. Al menos así se lo contó a su psicoanalista.
Aquel día había esperado durante toda la mañana una carta de Sybila Arredondo, su segunda mujer, una chilena con estudios de danza y filosofía en Alemania que vivía con él en Lima. Cuando al fin la recibió, se había hecho de noche y Arguedas ya estaba acostado en su cama, atormentándose con la idea de que su esposa no le había escrito. Nadie puede saber si en ese momento leyó la carta ni tampoco lo que ésta decía: eso sólo se lo confió a su doctora, la psiquiatra Lola Hoffmann. Aunque era tarde, Arguedas se puso el abrigo y se dirigió a una estación de autobuses para enviar unos capítulos de su última novela a un crítico literario. Como la estación estaba cerrada, se quedó paseando por los aledaños del río Mapocho. Era una zona sombría y sucia, con puestos de fruta y comida al paso. Un lugar lleno de bares, hombres solos y prostitutas que Arguedas iba a describir después como una gusanera abyecta y abismal. De pronto aparecieron unos policías y entraron en una boîte. A él, que dudaba entre meterse en el bar tras ellos o esperar a que se marcharan, se le acercó una mujer con aspecto y ropas de campesina. De su mano traía a una niña.
La campesina comentó algo acerca de los policías. Después le dijo: “¿No quisiera acostarse con esta guagua o conmigo?”. Arguedas le preguntó qué edad tenía la niña. “Doce”, respondió la mujer. En ese instante él se alejó. Pero no del todo. Continuó dando vueltas por ahí, sólo mirando, en silencio, con las manos en los bolsillos de su chaqueta. Hacía tanto frío que el aliento le salía de la boca convertido en una especie de neblina blanca y consistente. Al rato se acercó otra mujer y le pidió que le convidara un trago. Era una chiquilla muy flaca a la que le faltaban algunos dientes y que iba y venía en un espacio muy reducido, “como ciertos animales enjaulados”. Arguedas primero dudó. Dio más vueltas. Finalmente le dijo que sí y entraron en un hotel que en lugar de vestíbulo tenía una barra de bar. En una carta angustiosa que esa misma noche le escribió a la doctora Hoffmann le confesó que ni siquiera pudo desvestirse. Apenas accedió a tocar el cuerpo helado de la muchacha. Aun así, no pudo resistir la tentación de volver la noche siguiente. Y también la del sábado. Esas noches, había de recordar, fueron las peores para él.
Para ese tiempo, Arguedas ya se había casado dos veces y había tenido al menos una relación amorosa paralela a su primer matrimonio. Desde un punto de vista estadístico, esa clase de aventuras no lo hacía distinto de la mayoría de los hombres en América Latina, escritores o no. La diferencia es que él no se ufanaba de ello. Al contrario: sentía culpa, se atormentaba, sufría. Lo mismo se podría decir de su compleja fascinación por irse de putas. No es infrecuente que muchos hombres lo hagan. Para algunos es incluso un acto “normal”, casi rutinario, especialmente en momentos de desolación, despecho o para echar al olvido los conflictos de la vida doméstica. Arguedas había crecido, además, en una época en que los hombres en el Perú solían iniciarse sexualmente en un burdel. Sin embargo, él no parecía disfrutar ninguno de esos lances eróticos. Le atraían, no tenía la voluntad ni la fuerza anímica para escapar de su embrujo carnal, pero al mismo tiempo le provocaban repulsión y pánico, como el vértigo a las personas que le tienen miedo a la altura. En una de sus primeras cartas a la doctora Hoffmann admitió que “la conclusión” de esas tentaciones sexuales no le producía otra cosa que “asco al mundo”.
Ese “asco” ante la consumación del acto sexual lo sentía igual con todas las mujeres. Ni siquiera era distinto con las que mantenía “una relación lo suficientemente protegida por la sociedad”, es decir, “un matrimonio formal”, como advierten las escritoras Francesca Denegri y Rocío Silva Santisteban en su ensayo Lo que ansío es ser amado con pureza: sexo y horror en la obra de José María Arguedas. ¿Por qué entonces el encuentro con una prostituta podía escapar de esa visión del sexo como algo que “se sale de las reglas de la normalidad y de lo controlable”? ¿Qué tenía para él una “triste mariposa nocturna” que podía devolverle el sentido de la vida?