Todos los relatos de Arguedas se pueden leer como fragmentos complementarios de su autobiografía, de una sola y prolongada confesión íntima. Esto, que podría decirse de cualquier narrador, en su caso era más evidente. Él mismo remarcó numerosas veces ese sello rememorativo de su obra. Hasta sus trabajos como antropólogo partían siempre de él, de su cuna, de su nostalgia y su memoria. De este modo, cotejando sus cuentos y novelas con los recuerdos que elegía para escribir sus discursos o ensayos académicos, uno puede ver que Arguedas se reconstruyó a sí mismo como el gran protagonista de sus ficciones. Por supuesto, esto ha servido para el debate de críticos literarios, sociólogos y psicoanalistas que, como es lógico, jamás se pondrán de acuerdo sobre sus estrategias de significación. Pero en sus últimos años Arguedas fue intencionadamente honesto en muchos temas, acaso como una forma de exorcizar sus traumas de infancia. Por eso es imposible no ver que el más claro de todos ellos, aunque a la vez el menos estudiado o más silenciado por parte del canon literario peruano, fue el tema de su atormentada sexualidad. Sin embargo, bastaba que él contara algún episodio de su biografía para que alguien que hubiera leído su obra a conciencia supiera quién era ese o aquel personaje en tal o cual relato. En su bibliografía hay incluso un volumen completo, Amor mundo, que Arguedas admitió haber escrito por recomendación de un psiquiatra. Son cuatro cuentos. Y todos giran alrededor del sexo.
Como con casi todo en su niñez, los primeros contactos que tuvo José María Arguedas con el sexo fueron de una espantosa brutalidad. Él comenzó a hablar abiertamente de ellos en 1965, ya con cincuenta y cuatro años cumplidos, cuatro antes de suicidarse. Este ocultamiento durante tanto tiempo de acontecimientos que lo habían marcado de por vida permite intuir hasta cierto punto cuánto debían dolerle y avergonzarlo. Su madre había muerto cuando él aún no tenía tres años, y su padre, que era abogado, se casó por segunda vez con una viuda adinerada. Así fue como él y su hermano mayor, Arístides, se fueron a vivir a la casa de su madre adoptiva. A tono con sus recuerdos, tal vez lo justo sería decir “a merced de su madrastra” y de otro personaje aun más cruel que ella, Pablo Pacheco, su hermanastro. Desde el inicio quedó claro cuál iba a ser el papel del niño José María en esa nueva familia: sirviente, igual que los indios. Eso quería decir: dormir en la cocina, embutido dentro de una batea o sobre pellejos de ovejas; levantarse de madrugada para ir a cortar la alfalfa con la que se alimentaba a los animales de la granja; conformarse con porciones miserables de comida, y soportar que su cabeza se llenara de piojos. El precioso regalo que recibió a cambio fue aprender a hablar quechua como idioma materno y conocer la ternura impagable de los indios. Hasta que una noche, Pablo Pacheco entró a despertarlo con un bastón.
Su hermanastro era ya un hombretón adulto, abusivo y despótico como casi todos los gamonales de esa época, sólo que peor. Era racista, explotador, inmisericorde con el sufrimiento ajeno, pero además era sádico y exhibicionista. Según Arguedas, tenía un poder desmedido en el pueblo, a tal punto que podía ordenar que metieran en la cárcel a quien él quisiera con sólo decirlo. Aquella noche que Pacheco lo levantó a bastonazos, y que Arguedas después iba a recordar, primero en sus ficciones y después en sus cartas y textos autobiográficos, el hermano le exigió seguirlo. “Vas a saber qué cosa es y cómo es ser hombre”, le dijo. Lo llevó a la casa de una “señora” a cuyo marido había enviado a cumplir una tarea fuera del pueblo. Por lo visto era una de las varias mujeres a las que Pacheco tenía amenazadas y sometidas sexualmente. Una vez dentro de la casa, cuando la mujer se dio cuenta de que el pequeño José María estaba con él, le rogó que por favor se fuera. Forcejearon. Pacheco entonces la extorsionó: o se dejaba o él iba a gritar hasta despertar a sus hijos para que los vieran teniendo relaciones sexuales. La mujer finalmente se arrodilló y, llorando, empezó a rezar, mientras el hermanastro la violaba. Arguedas contó años más tarde que esa noche él también se arrodilló y rezó.
Aquella no fue la única vez que Pacheco lo hizo testigo de sus vejaciones sexuales. De una de esas incursiones Arguedas debe haber sacado la idea —quizá la frase exacta— que después iba a incluir en uno de los relatos de Amor mundo. La escena describe a un gamonal ordenando a sus hombres que sujeten por la fuerza a una mujer, la tumben en el suelo y la obliguen a abrir las piernas para violarla. En la ficción también hay un niño presente, quien oye al gamonal violador cuando dice: “Mejor si se queja. Más gusto al gusto”. Junto con lo atroces que resultan estas imágenes y lo pavorosas que debieron ser para Arguedas presenciarlas de niño, hay una más, una escena terminal de su infancia traumática de la que sólo se atrevió a escribir poco antes de suicidarse. Es el episodio de su abrupto debut sexual, “forzado” por una mujer embarazada. En realidad, Arguedas tuvo cuidado de recrear ese momento con la sutileza suficiente para dar a entender que no fue solamente un acto de violencia contra él, sino que él también participó como un cómplice seducido. Dijo que la mujer se arrastró “como una culebra” y que después de levantar la manta con la que dormía, empezó a acariciarlo, mientras él se dejaba deslizar dentro de ese “dulce arcano maldecido donde se forma la vida”.
Fue uno de esos actos torcidos de iniciación que inauguran una visión del sexo para toda la vida. En su caso, una visión muy triste, distorsionada, en el fondo contra natura. El sexo es deseo, entrega carnal, anhelo del placer y gozo, pero también es un acto forzado, obligatorio, miserable y ruin. “Creo que mi conciliación con mis propios problemas sexuales ya no es posible”, le dice a la doctora Hoffmann en una carta fechada en enero de 1969, cinco días antes de cumplir cincuenta y ocho años, y diez meses antes de suicidarse. “¡Cuánto he hablado de esto! Todo el universo ha girado para mí alrededor de este problema”.
Al mismo tiempo, para muchas mujeres, como las que él vio violar impunemente por su hermanastro Pablo Pacheco, el sexo es dolor y opresión, sometimiento y llanto. Otro de los personajes infantiles de Amor mundo habla en nombre del niño Arguedas y discute con un guitarrista, bastante mayor que él, acerca de si las mujeres sienten placer cuando tienen relaciones sexuales. El niño tiene una certeza: “La mujer sufre. Con lo que le hace el hombre, pues, sufre”. El guitarrista refuta su teoría, un poco como que se burla del niño, haciendo que éste se impaciente y le grite: “¡No goza!”. Por fin, sabiéndose derrotado por los argumentos que enumera su amigo adulto, se aleja y se recuesta al pie de un árbol, donde se arrulla hundiendo la cabeza en unas hojas amarillas y rojizas que han caído sobre el césped. Piensa: “La mujer es más que el cielo, llora como el cielo, como el cielo alumbra. No sirve la tierra para ella. Sufre”. Aunque parezca difícil de creer, muchos años después, cuando Arguedas era aun mayor que el guitarrista de su cuento, seguía pensando lo mismo que aquel personaje niño. “Para mí, la mujer es un ser angelical”, dijo una vez. “Hacerla motivo del apetito material constituye un crimen nefando, y todavía sigo participando no sólo de la creencia, sino de la práctica”.