La noche siguiente a su encuentro con la chica prostituta en un hotel de los alrededores del río Mapocho de Santiago, Arguedas regresó al mismo lugar. Era viernes. Arguedas se refería a las prostitutas a veces con desprecio, “idiotas antivírgenes”, y otras con la típica y triste metáfora de las mariposas que revolotean de noche. Ese viernes anduvo buscando a la misma chiquilla flaca a la que le faltaban dientes, sin saber cuánto tiempo, hasta que se dio por vencido. A cambio encontró a una muchachita de unos diecisiete años y dejó que ella tomase la iniciativa. La chica lo condujo a otro hotel, pidió que le pagara por adelantado y se desnudó. Al igual que la noche anterior, Arguedas describió su cuerpo como un témpano de hielo, que a su vez congeló el suyo. Contó que le hizo propuestas inadmisibles, ante las cuales ni él ni su cuerpo reaccionaron. Al parecer, a la chica le entró cierto remordimiento, mezclado con una mirada que él entendió como de menosprecio y, mientras empezaba a vestirse, quiso devolverle una parte del dinero. Llevaba puesto, según Arguedas, un “pantaloncito blanco”. Él permaneció todavía un rato más en la habitación. A las dos de la madrugada volvió a la casa donde se alojaba, cogió un papel y escribió unas líneas a mano: “Me aterra esta casi vehemencia de buscar prostitutas”. A la mañana siguiente, en el mismo papel, anotó los detalles del episodio, pero entonces lo hizo a máquina. Calificó a la chica de “atroz”, pues al mirarlo con pena y hacerle notar que estaba pagando por gusto lo había avasallado.
Aun así, regresó una tercera noche seguida. Le salió al encuentro una mujer gorda que le pareció joven y la siguió hasta el burdel donde trabajaba. Estuvieron bebiendo pisco y conversando durante un rato, pero después tuvieron una discusión por dinero. Parece que la mujer trató de cobrarle de más. Una vez en la habitación, tampoco pasó nada. “A pesar de todas las cochinadas que hizo, yo seguí impotente”, escribió horas más tarde, ya en su cuarto. Recordó que lo mismo le había pasado años atrás en un prostíbulo de Chimbote, pero que en esa ocasión había encontrado consuelo “en la descomunal tortura del vicio solitario” con la que también solía apaciguar sus soledades de adolescente. Sin embargo, aquella madrugada, ni eso consiguió. Entre los psiquiatras a los que había consultado, había uno que “me exigía que tuviera relaciones lo más continuadas posibles para afirmar mi masculinidad y desterrar el terror”. Pero, para ese momento, ya había comenzado a obsesionarse con la idea de que estaba en la etapa “más peligrosa” de su vida. Que debía salir de ese torbellino. “Antes de irme”, escribió.
José María Arguedas se disparó un balazo en la sien frente al espejo de un baño en la Universidad Nacional Agraria La Molina, donde daba clases. Sucedió el 28 de noviembre de 1969, dos meses después de haber vuelto por última vez de Santiago de Chile. Tras cinco días de agonía en un hospital, murió el 2 de diciembre. Un martes. Era la segunda vez que intentaba suicidarse. Pocos años antes lo había hecho con una sobredosis de barbitúricos. La mayoría de los que han escrito sobre él y sobre su obra han omitido sus conflictos sexuales, en parte por pudor, aunque casi siempre porque han preferido poner el acento en su denuncia de la explotación del indio, del compatriota que nunca ha sido tratado como ciudadano, del peruano que no cuenta. Es evidente que hay una intención ideológica en la división que planteaba Arguedas de sus mundos vitales y narrativos. Es decir: la sierra y la costa, el castellano y el quechua, la pureza rural y la descomposición urbana, el terrateniente brutal y el campesino humillado. Pero también es probable que esa otra división que proponía, entre una mujer inmaculada y virginal a la que el hombre no debía manchar de sexo ni siquiera si estaba casado con ella y, por otro lado, una mujer que al disfrutar libremente de su cuerpo se maldecía en su condición, (real o no), de prostituta, haya sido un poderoso combustible para avivar los implacables fuegos de la depresión que lo consumían. Alguien así es capaz de enamorarse, y, de hecho, Arguedas se enamoraba. Pero ese tipo de amor parece estar condenado a ser siempre fragmentario, truncado, inconcluso.