Por: Daniel Mitma
El poeta del París con aguacero le escribió, cansado y ansioso, a su amigo Pablo Abril de Vivero poco después de la publicación de Trilce. Ahí habla un hombre que se lamenta de la vida, pero en voz alta: “¡Dejadme! La vida me ha dado ahora en toda mi muerte.”
París, 19 de octubre de 1924. Desde el Hospital de la Charité, cama 22, Vallejo, inconsolable, con los ojos brillando, escribe: «Hay, Pablo, en la vida horas de una negrura negra y cerrada a todo consuelo. Hay horas más, acaso, mucho más siniestras y tremendas que la propia tumba. Yo no las he conocido antes. Este hospital me las ha presentado y no las olvidaré.» La carta está dirigida a Pablo Abril de Vivero, su infinito amigo y poeta, a quien recurrirá como a un sacramento para salvar la desgracia de sus bolsillos, de su salud y su vida en ese París que nunca quiso abandonar.
En 1975, la editorial de Juan Mejía Baca recogió 114 cartas que Vallejo le envió a Abril de Vivero entre 1924 y 1934 llenas de ansiedad, de tristeza y abulia por los días que le tocaban. «Esta tarde, llueve como nunca; y yo/no tengo ganas de vivir, corazón.», había escrito en Los Heraldos Negros y el deseo persistía como una petición constante de su espíritu a pesar de él. En esas líneas habla un Vallejo urgido por dinero, siempre al borde de la pobreza y el desánimo como si su estilo hubiera pintado también su ocaso: «Mi querido Pablo: Me hallo sin un céntimo, completamente pobre. Le ruego que, si es posible, me proporcione algo mañana viernes 1º de Febrero, lo más temprano que usted pueda.», le dice en la carta que abre esa colección de misivas. Por momentos, sin embargo, Vallejo se repone, cerril como una piedra, y embate: «Yo no tengo, en verdad, oficio, profesión ni nada. Sin embargo, tengo afán de trabajar y vivir mi vida, con dignidad, Pablo! Yo no soy bohemio: a mí me duele mucho la miseria, y ella no es una fiesta para mí como lo es para otros».
La tristeza de Vallejo, desde su borrosa fotografía con la mano en el mentón, es un ícono del vate exiliado en su propio mundo, lejos de una patria que no extraña, pero de la que adolece. Sobre esa imagen, sus poemas con acento de Viernes Santo, terminan de dibujar el bodegón porque, insisto, sus versos a pesar de su fiereza y erotismo en largas páginas y estrofas, terminan convocando más bien cristos ensangrentados, aires mancos y paciencias de madera.
Ese es el Vallejo que le escribe a Pablo Abril de Vivero. Interesado, al inicio de la correspondencia, por una beca en España, una beca que le permitirá terminar sus “estudios de jurisprudencia” y recibir algunas pesetas mensualmente, le insiste con toda la energía de su prosa, como a un padre que olvidó el regalo de cumpleaños, pero Vallejo no suena pernicioso, es más bien un hombre “excrementido” por el destino, rogando, siempre agradecido, la mano de un buen amigo: «Estoy tan reconocido a ustedes, que me tienen tanta voluntad y son tan gentiles para mí. Dios les pague.», le dice a Pablo enterado de que la beca le ha sido otorgada. Religioso como sus versos, Vallejo nunca deja de recordar a Dios en sus cartas, a veces con denuedo: «Vuelvo a creer en Nuestro Señor Jesucristo. Vuelvo a ser religioso, pero tomando la religión como el supremo consuelo de esta vida», pero otras, como en Los dados eternos, lacerado, víctima de sus propios demonios: «Dios mío, estoy llorando el ser que vivo;».
El entusiasmo por la literatura y el olor feliz de nuevos proyectos no estaban en un baúl con llave. El poeta le escribe a Pablo entusiasta de iniciar una nueva revista en París, La Semaine parisienne: «Entre tanto tomo nota de los entusiasmos que mantiene usted siempre para nuestra empresa. De mi lado, usted ya me conoce y sabe cuánto empeño y cuánto cariño he puesto en el periódico», dice luego de mandarle un presupuesto detallado para cada número, una lista de posibles colaboradores y traductores. No hay duda que Vallejo es un hombre entregado al trabajo serio y constante, un tren que solo se detiene cuando necesita de un saludable mantenimiento. En uno de sus viajes a Rusia hecho en octubre de 1928, el brillo de sus aspiraciones al cruzar la frontera es contagiante: «De este viaje ya le había hablado hace mucho tiempo. Hoy lo hago, después de haberme reposado cerca de tres meses en el campo. Me siento rehecho y capaz de afrontar de nuevo la vida y todos sus reveses». Ya lo había escrito Vallejo en Trilce, ya había hablado de esos afanes de buen porvenir que lo decantaban con su eterno parpadeo mustio: «Tengo fe en ser fuerte./Dame, aire manco, dame ir/galoneándome de ceros a la izquierda./Y tú, sueño, dame tu diamante implacable,/ tu tiempo de deshora.».
En la poquedad de sus esperanzas, en esa llovizna parisiense de Piedra negra sobre una piedra blanca es dónde está el pálpito de nuestro poeta admirado. Y no es para menos, las más de las cartas que llenan el libro son glosas de un argumento adolorido. Quizá los momentos más oscuros sean cuando cae enfermo. Así le escribe a Abril de Vivero el 16 de julio de 1925: «Mi querido Pablo (…) Entre tanto sigo a cuestas (no estoy seguro que sea ésta la palabra) con el médico, las inyecciones, las obleas, las pequeñas fiebres intermitentes, los insomnios y el organismo cada vez más aniquilado.» Un año después su cuerpo es el mismo trapo zurcido que, sin embargo, lucha. «Mi querido Pablo: Emilio le habrá escrito ya sobre mi enfermedad. La tal blenorragia se ha complicado y hace 15 días que estoy en cama sin poder levantarme. (…) Créame usted que a veces tengo una rabia contra las mujeres… y, sobre todo, contra los médicos, que son unos estúpidos». Pero el poeta se recupera, insiste contra la vida. Pasa una temporada fuera de Paris que lo enhiesta como mástil, orgulloso de su propia resistencia: «No sabe usted el beneficio que me ha hecho el aire campesino. He ganado en un mes cinco kilos. Mi espíritu se ha fortalecido y, hoy más que nunca, advierto lo mal que he estado en París. Fue una crisis terrible y muy grave».
Vallejo falleció en 1938 extrañado y resentido, quizá, con un país al que criticó mucho y extrañó volver siempre. En sus cartas estos latidos se traslucen a través de una ojeriza contra los periódicos que no le pagaban por sus artículos y la burocracia desmedida que lo tenía esperando meses y meses por el dinero de un pasaje, por ejemplo. Sobre esto último le escribe a Pablo: «La verdad es que yo no debo merecer el mínimo socorro, en concepto de los peruanos. El más desgraciado y obscuro de los vagabundos consigue pasaje y pasaje en dinero. (…) Solo este pobre indígena se queda al margen del festín». Meses antes había estado en una espera inquieta por recibir el dinero de la beca de España, pero no se la darían si no presentaba un certificado de asistencia; Vallejo nunca había asistido a clases porque su intención al solicitar esa beca era únicamente monetaria. Rogó y suplicó a través de Abril de Vivero para que le dieran esas monedas. Solo meses después, anclado en la miseria, las recibiría. Otra queja, fuerte, es contra los periódicos limeños. «Hasta cuándo estaremos esperando lo que/se nos debe… Y en qué recodo estiraremos/nuestra pobre rodilla para siempre!», había escrito en La cena miserable como un eco anticipado de sus lamentos en París de 1928. «Querido Pablo: (…) Ya se ve que en el Perú todos son unos ladrones», dice contra el encargado de cobrar por sus artículos «Mi apoderado que cobra en los periódicos mis crónicas, se queda en silencio y solo cada medio año envía lo que se le da la gana. No sé quién me está robando: él o las revistas».
La inmensidad de su poesía, la innegable búsqueda de sus palabras están llenas de la “humana flaqueza del amor” que lo empujó a escribir, a sentirse tan hombre como Cristo, por eso cuando, lastimado por la resignación le dice a Pablo: «Empiezo a preferir la miseria definitiva, antes que sostenerme en tan equívoca y temblorosa inseguridad del porvenir. Empiezo a resignarme. Empiezo a reconocer en la suma miseria mi vía auténtica y única de existencia», no habla un poeta agonizante, ahí más bien recita la Esperanza, la misma de los Poemas Humanos: «Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolo como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente».