Por: Daniel Titinger
Foto: Herman Schwarz
3.
La fotografía es de mediados de 1994. Julio Ramón Ribeyro está de pie, en la terraza de su departamento de un sexto piso en el distrito de Barranco, en Lima. Parece una estaca con las manos en los bolsillos y mirando el mar. Se lo ve tan delgado que cualquier brisa lo podría alzar como un pañuelo. Sonríe o hace una mueca tímida con la boca, escondiendo los dientes amarillos por el tabaco, bajo esa nariz afilada como un anzuelo, bajo ese tupido bigote que se ha dejado en los últimos meses, sin razón aparente. “Cada escritor tiene la cara de su obra”, escribió. Su frente es amplia. En la fotografía lleva una camisa que parece apta para un cuerpo más robusto, en la que podría entrar otro Ribeyro, y un pantalón marrón aferrado a la cintura por una correa exhausta. Quizá sospeche que pronto va a morir, pero parece absorto en un recuerdo afortunado, y tal vez por eso las arrugas en su rostro no muestran a un hombre viejo y, en cambio, congelan un instante feliz: un hombre mirando el mar, un escritor de cara a la eternidad.
–Se lo veía flaquísimo –me dijo un día Herman Schwarz, autor de la foto–, pero siempre había sido así.
Como el personaje de la novela La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa, Ribeyro era un hombre tan flaco que parecía siempre de perfil. (…) El escritor Guillermo Niño de Guzmán, uno de sus amigos más íntimos en esos años, lo recordó así en la revista mexicana Letras Libres, en 2003: “Al llegar a su casa […] lo encontraba, invariablemente, con su cigarrillo humeante y una copa de vino tinto, mirando el mar cubierto por la neblina pertinaz de Barranco. En su rostro aleteaba la impaciencia de alguien que ha estado encerrado varios días y que por fin ha decidido reanudar su vínculo con el mundo”.
La foto de Schwarz fue tomada en 1994. Cinco años antes, con la idea de abandonar París, donde había vivido desde 1960, Ribeyro había comprado ese departamento y empezado una mudanza progresiva hasta que se instaló definitivamente en Lima en 1992. Dejó en París a su esposa, Alida, que desde allí viajaba a Japón, a Israel, a Suiza, vendiendo cuadros y retornando siempre a su departamento del Parc Monceau, 260 metros cuadrados, tres dormitorios, dos baños, un living y un comedor enormes, justo enfrente de donde hoy vive. Desde que regresó a Lima, Ribeyro dejó de escribir otra cosa que no fuera su diario personal, que había empezado en 1950 apenas como un ejercicio de escritura en papeles sueltos, cuadernos y libretas, a mano o a máquina, una serie de apuntes o esbozos de cuentos. “Yo pensaba que era un trabajo paralelo a mi obra de ficción –le dijo Ribeyro a su amigo, el poeta Antonio Cisneros–. Era una especie de ayuda, de stock, de informaciones para los textos de ficción, no les atribuía ningún valor literario”. Pero nunca dejó de escribir esos papeles, y hasta fue perfeccionándolos en su estilo, convirtiéndolos conscientemente en literatura luego de leer los diarios de Kafka, de Amiel, de Saint-Simon, de Chateaubriand, de Casanova, los diarios de guerra de Ernst Jünger, y empezó a archivarlos en unas carpetas ordenadas cronológicamente, hasta que decidió publicarlos –“por qué dejar esas miles de páginas acumuladas a la suerte”– el mismo año de su mudanza definitiva a Lima. Los llamó La tentación del fracaso, y empezaron con un primer tomo de la editorial Jaime Campodónico, con apuntes de 1950 a 1960, un Ribeyro jovencísimo, escéptico, tímido y decepcionado de la vida a los veinte años, que se ponía peor conforme pasaba el tiempo.
Cada escritor tiene la cara de su obra, y el Ribeyro de los diarios, tres tomos en total que sólo llegan hasta 1978 –porque, dicen, Alida no quiere publicar lo demás–, contrastaba con ese hombre que había regresado a Lima, luego de treinta y dos años de autoexilio, y posaba para la fotografía de Herman Schwarz. En la foto se lo ve feliz, distendido. Pero a sus amigos más cercanos les decía que estaba cansado de escribir, que ya había cumplido con la literatura: cinco libros de cuentos, tres novelas, un libro de ensayos, dos de teatro y otro par de textos breves o aforismos, además de prólogos, traducciones y ese diario personal que empezaba a publicarse. En Francia había sido un respetable funcionario de la Unesco, un escritor latinoamericano sin boom, un ermitaño. De ese pasado, solo le quedaban el cuerpo enclenque, la salud menguada y una timidez que rayaba en la fobia. En el Perú, sin embargo, se lo consideraba un escritor célebre, una leyenda que había sobrevivido a una enfermedad fatal, “el mejor cuentista de todos los tiempos”, decía la prensa. Pero era 1994 y él se sentía un ex escritor. Y estaba feliz de serlo. (…)
Niño de Guzmán está sentado en un café de Miraflores, en Lima, una tarde gris, una camisa azul bajo el chaleco plomo, la barba crecida y el recuerdo de su amigo, veinticinco años mayor que él.
–Estoy cansado de escribir, me dijo, me están pidiendo cuentos y yo ya no quiero escribir, no quiero tener ninguna imposición.
–¿Y qué hacía?
–Bueno, él era un hombre de collera, de amigos.
–¿Salía con ustedes?
–Sí, o se quedaba en su casa, ¿no? Tenía su juego de ajedrez, eso le gustaba. Ya cumplí, me decía. Ya cumplí.
(…)
5.
Cuando volvió a vivir a Lima, Julio Ramón sintió que dejaba de ser ese recluso que había condenado su vida en París. Sus amigos éramos más jóvenes y salíamos mucho y a él le encantaba porque era el centro de atención. Está bien, otra cerveza, por favor. Íbamos a bares, él fumaba y chupaba y las hembritas se le acercaban; claro que por un lado veían a ese viejo flaco por el que no daban ni medio, ¡pero era Julio Ramón! Y mira, hay una historia que siempre me ha dado un poco de risa porque es un mito… ya, qué diablos, te la voy a contar. Una noche se llevó del bar a una chibola de unos veinte años. Estaba un poco azorado, pero yo me quedé en el bar, y no sé por qué, como a las tres de la mañana decidí pasar por su departamento. Como nos teníamos toda la confianza le toqué el intercomunicador y le dije “oye, ¿estabas despierto?”. “Sí, sí, sube, te necesito”, me dijo. Subí y lo encontré con la cabeza vendada. “¡Pero qué te ha pasado!”. “No sé qué hacer”, me dijo, “la chica está ahí dormida”. ¡Pero qué pasó! “Mira”, me dijo, “estaba con ella, la había llevado a la habitación, y me olvidé de mis cigarrillos que había dejado en el segundo piso; entonces fui y me caí al bajar la escalera”. Me contó que la chica se había quedado dormida y tuvo que llamar a la ambulancia. Sí, lo sé, es cómico, es sainete, a él le pasaban esas cosas. “¿Y ahora qué hago con la chica?”, me decía. “¿Qué va a decir mi familia si se entera? ¿Y si mi mujer se entera en París?”. “No te angusties, le dije, cálmate, tú eres escritor, ¿no? Entonces trabajemos con la imaginación y pensemos en una buena excusa”.
6.
–¿Y qué inventaron? –le pregunto.
Guillermo Niño de Guzmán le da otro sorbo a su cerveza.
–Comenzamos a hilvanar posibles argumentos y decidimos que, efectivamente, habíamos estado en un bar y habíamos salido tarde, ya cuando cerraban, y que en un pasaje de Barranco nos habían asaltado unos pasteleros. Entonces, para dorar un poco la cosa, él le había dicho a uno de los chicos oye, pero soy Julio Ramón, cómo me vas a asaltar a mí, y que el otro había dicho, cállate, flaco de mierda, yo no leo.
–Genial.
–Sí, pero espérate. Íbamos a decir que Julio Ramón le había querido lanzar su famoso tacle de juventud y había comenzado una pelea, con gritos y todo, y en medio de la trifulca habían venido a auxiliarnos algunas personas, pero él había quedado magullado y entonces, bueno, habíamos ido para que lo curen.
Algo había cambiado desde que Ribeyro había dejado París para volver a Lima.
–Bebía, fumaba, ya no escribía y frecuentaba a los amigos. Le gustaban las hembritas y se comportaba como un joven, algo insólito para alguien de su edad.
A diferencia del hombre que llegó a Europa por primera vez con veinte dólares en los bolsillos, el que regresó a su ciudad, en 1992, cargaba con una pesada biografía sobre los hombros. Y quería escaparse de ella.
–No era el Ribeyro que uno imaginaba –me dice Niño de Guzmán.
El Ribeyro que uno imaginaba era un hombre solitario y mustio, un perdedor, como el personaje de “Almuerzo en el club” o de “Una aventura nocturna” o de cualquiera de sus cuentos; un abstraído, como el protagonista de “Silvio en el rosedal”. (…)
Su hijo, Julio Ramón Ribeyro, Julito, como lo llaman todos, tenía más de treinta años y vivía en Los Ángeles, donde estudiaba Dirección de Fotografía en el American Film Institute. Ribeyro no se había divorciado de Alida, pero ella se había quedado en París –“me voy a Lima, me dijo un día Julio, y perfecto, le dije, vete a Lima y sé feliz”–, así que Ribeyro era un hombre nuevo que, incluso, se enamoró. Anita Chávez se llamaba ella, era una jovencita muy delgada y alta, de pelo negro y ojos encendidos que él había conocido en un almuerzo, en 1993. “Tengo una carta muy bella de Julio –me contó un amigo de Ribeyro–, ahí dice que jamás pensó que la vida lo iba a recompensar, dándole la posibilidad de enamorarse después de los sesenta años”. Estaba rejuvenecido. Él, que amaba la soledad y la modestia, era reconocido en la calle, y eso empezó a gustarle.
Cuando vivía en París, a mediados de los años setenta, le dijo un día a su amigo, el poeta peruano Abelardo Sánchez León, que se sentía un homme sage, un hombre sabio. “Fueron sus propias palabras –recuerda Sánchez León–, el Julio Ramón que yo conozco en Francia no salía, apenas caminaba diez cuadras, no subía escaleras, no cruzaba un puente, sí fumaba, como siempre, pero vivía entre la Unesco y su casa, donde tenía su máquina de escribir. Yo soy un homme sage, me dijo él. Y dejó de serlo cuando vino a Lima”.
(…)
–Cuando volvió a Lima, ya no quería escribir –me dice Niño de Guzmán–, ya no quería trabajar.
–Pero escribió “Surf” –le digo.
Le da otro sorbo a su cerveza.
–Bueno, por ahí escribía si le venía la inspiración.
“Surf” es su último cuento, el punto final o, como dirá la viuda en su sala de París, “cinco páginas perfectas, una obra maestra donde Julio Ramón anuncia su muerte”. Lo terminó de escribir en julio de 1994 pero se publicó póstumamente, en 2009 –porque Alida quiso que se publicara–, en el segundo tomo de La palabra del mudo que editó Seix Barral. “Surf” trata sobre un escritor que desde un sexto piso, en su departamento de Barranco, contempla el mar y las puestas de sol; un escritor que ya no escribe y está dedicado “a los placeres de una vida ordinaria”, pero por esa misma vida ordinaria –amigos, fiestas, noches, mujeres– el escritor, Bernardo, empieza a sentirse defraudado. Trata de escribir nuevamente y no puede: “No descubrió más que las escorias banales de toda vida”, dice el cuento. Hasta que un día ve, desde su terraza de Barranco, a unos tablistas en el mar.
–Escribió “Surf”, pero él no quería tener ninguna presión –dice Niño de Guzmán, las piernas cruzadas bajo la mesa del café–. A veces dibujaba, pero más le encantaban las fiestas, las chupetas, mira que él era de los viejos bebedores.
Bernardo, el escritor del cuento, se compra una tabla, pero está viejo y le da vergüenza lanzarse al mar al lado de los jóvenes surfistas. Entonces, decide meterse al anochecer.
–Es extraño que en esa foto de la terraza no esté fumando –me dijo Herman Schwarz mientras revisábamos, en su estudio, algunas de las fotografías que le tomó a Ribeyro–, él siempre estaba con un pucho en la mano.
“El mar no sólo es un objeto de contemplación o de estética –le dijo Ribeyro a la periodista María Laura Rey–, sino que es un ejemplo de conducta. La tenacidad, la monotonía, la repetición de los mismos gestos sin fatigarse nunca. Para un escritor yo creo que es un modelo de conducta. Llegar a ser como el mar: monótono, pero variado al mismo tiempo. Tenaz”. (…)
9.
–Cuando Ribeyro murió hice un reportaje –me cuenta María Laura Hernández, sentada en un sofá blanco, el pelo rubio y lacio, los ojos claros, la mañana nublada: el invierno de Lima detrás de las ventanas.
Antes se llamaba María Laura Rey, tenía otro esposo y trabajaba en la televisión. Era algo famosa. Los amigos que frecuentó Ribeyro en Lima, en esos años finales, aseguran que María Laura y Julio Ramón fueron amantes antes de que él conociera a Anita Chávez.
–En ese reportaje está Ribeyro cantando un bolero –recuerda María Laura Hernández, la nariz en punta, muy guapa, un jean y unos zapatos marrones–. Uno de sus amigos me dijo “mira lo que tengo de Ribeyro”, y me dio un casete. Es Ribeyro cantando. Se olvida de la letra y se muere de risa. Es bonito, pero fue unos meses antes de morirse.
–¿Tienes esa grabación?
–Bueno, la puedo buscar.
La grabación es pésima, hay mucho ruido de fondo y el eco es tan estridente que parece que Ribeyro estuviera en una cueva y no en un karaoke. Casi no se escucha la música, sólo una voz grave y rasposa, voz de arena seca, una voz nasal que se come las erres y que no parece de este mundo.
Sooooy prisionero del ritmo del maaaar,
de un deseo infinito de amaaaar, y de tu corazón
Es un bolero viejo, de principios de los años cuarenta. Luego, Niño de Guzmán me dirá que Ribeyro, cuando iba a un karaoke –porque Ribeyro, en Lima, iba a karaokes–, pedía boleros de la vieja guardia cuya letra nadie sabía. “Soy prisionero del ritmo del mar”, por ejemplo. Y cantaba. Lo hacía muy mal, pero se divertía.
–Es que detrás de esa cosa que había en Ribeyro de parecer una persona muy melancólica, triste, un poco depresiva –me dice María Laura Hernández–, yo creo que más que eso lo que tenía es que era una persona desencantada, o que no se hacía ilusiones, pero al mismo tiempo era una persona con mucho entusiasmo por la vida. Es raro, ¿no? Se entendía con los jóvenes. Ribeyro era un joven por dentro.
Veeeen mi cadena de amor a rompeeeer
a quitarme la pena de seeeer
prisionero del maaaar.
12.
–Un día Lucy me dijo, ¿sabes que Julio Ramón tuvo una amante?
La tarde avanza en París como el epílogo de una siesta. Suena la alarma de un automóvil y es tan perturbadora como una mosca sobre la acuarela de Cézanne. Alida de Ribeyro quiere contarlo todo. Lucy Ipenza, dice, es la viuda de Juan Antonio, hermano de Julio Ramón.
–Mira, le dije, la fidelidad es una regla social, pero no una regla biológica, porque si no papá perro sería fiel a la mamá perro, ¿no? Lucy se quedó helada. Yo le dije menos mal que Julio Ramón ha tenido alguien que lo quería y que le ha hecho vivir días de amor. O sea que no te importa, me dijo. ¡Cómo no me va a importar si toda la vida he luchado para que él sea feliz!
–¿Ahí se enteró de Anita? –le pregunta Jorge Coaguila, el biógrafo.
–Sí, recién ahí.
Julio Ramón Ribeyro acababa de morir. Era diciembre de 1994. Cuatro meses antes, en agosto, había ganado el premio Juan Rulfo, otorgado por la feria del libro de Guadalajara. Por fin el reconocimiento internacional que él se merecía, pensaron todos. Ribeyro dijo, en broma, que los cien mil dólares del premio se los iba a gastar en un casino de Montecarlo. Y dijo, en serio, que para empezar a gastar esos cien mil dólares se iba de viaje con Anita a Estados Unidos; primero a Miami, para visitar a su amigo, el pintor Emilio Rodríguez Larraín, y luego a Nueva York. En ese viaje a Miami se sintió mal, le empezó a doler un costado del cuerpo y creyó que se debía al peso de las maletas que había cargado. Luego, en Nueva York, orinó sangre. Tuvo que regresar a Lima, casi sin escalas a la Clínica Angloamericana, en Miraflores. Desde ahí llamó a su esposa, que estaba en París. “Me van a operar”, le dijo al teléfono. Alida recuerda esos días con enfado, y piensa que Ribeyro se hubiese podido salvar de haber viajado a Francia, como ella le propuso.
–No dejes que te operen, le dije, ven a París.
Pero Ribeyro no le hizo caso. El 5 de noviembre le extirparon un riñón.
–¡Por qué demonios tenían que sacarle el riñón! –se altera–. Viajé a Lima y fui donde el médico de la Clínica Angloamericana y le dije, usted le ha sacado el riñón para venderlo. Yo he estudiado en Estados Unidos, me dijo, soy un doctor laureado. A mí no me consta, le dije, sino no estaría trabajando aquí, en un país del tercer mundo.
Lo internaron en el Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas, en la cama 329, quinto piso, donde lo sometieron diariamente a aplicaciones de radio.
(…)

Se terminaba noviembre y Ribeyro debía viajar a la Feria del libro de Guadalajara para recibir el Rulfo. Tuvieron que ir su esposa, desde Lima, y su hijo, desde París. En Guadalajara, descubrieron un busto de bronce, el rostro de Ribeyro que a Alida le costó reconocer porque tenía bigotes. El 28 de noviembre, Julito, el hijo, dio el discurso de agradecimiento. Primero, se disculpó por la ausencia de su padre. Para no dar demasiada información usó las palabras “lamentable deterioro de salud”. Luego recordó su propia infancia, viendo cómo papá tecleaba en su máquina de escribir mientras él jugaba a su lado. Recordó, también, que su padre le leía los relatos que recién había escrito. “De esos años, me queda la ilusión de que mi padre escribía para entretenerme […]. Durante mucho tiempo tuve la ingenua creencia de que esos relatos no se leían fuera de nuestro hogar”. Dos días después, cuando aún estaban en Guadalajara, Julito recibió una noticia desde Los Ángeles: Arianne, una muchacha francesa que había sido su novia y era una de sus mejores amigas, había muerto en un accidente de tránsito. Otro de sus amigos había muerto hacía poco, en París. Parecía una broma cruel. (…) Julito hizo sus maletas y viajó a Estados Unidos para recoger el cuerpo de Arianne y llevárselo a sus padres, en París. Alida, mientras tanto, regresó a Lima. (…) El 3 de diciembre, Julito llegó a Francia con el cuerpo de su amiga. Al día siguiente murió su padre, en Lima. Los periódicos de esos días hablan de “incertidumbre”: nadie sabía dónde velaban a Ribeyro.
–Hice que lo embalsamen para que mi hijo pudiera enterrar a su padre. Lo que decía el mundo me interesaba poco, no me importaba absolutamente nada. Lo principal era la estabilidad de mi hijo. Entonces, cuando supe que mi hijo podía regresar, fue el entierro de su papá.
Era 8 de diciembre. Un jueves de verano.
–Mi hijo llegó en la noche, al día siguiente fue el entierro, durmió, y a la mañana siguiente, a primera hora, partió a París. No quiso quedarse un día más en el Perú.
–¿Y usted se regresó con él? –le pregunta Coaguila.
–No, yo me quedé porque comenzaron todos los problemas con las obras de Julio Ramón. Y además, comenzaron a salir cosas no muy agradables.
Fue entonces cuando Lucy Ipenza, la viuda del hermano de Ribeyro, le contó que Julio Ramón había tenido una amante.
–¿Y por qué Lucy tenía que contarle eso? –le pregunto.
–Las envidias, pues, los odios, los celos. No se puede decir otra cosa. Tú tienes la culpa porque lo has dejado, me dijo. Discúlpame, Lucy, pero tu realidad no es mi realidad. Julio Ramón fue muy feliz en Francia, viajando, haciendo lo que él quería, y no con el pequeño sueldo de embajador que le daban. Yo lo he hecho muy feliz.
Estos capítulos fueron publicados originalmente en el libro “Un hombre flaco. Retrato de Julio Ramón Ribeyro” (UDP, 2014) y reproducidos en esta edición con el permiso del autor.