Por: Augusto Effio
No soy supersticioso: el supersticioso es el cuchillo,
no cualquier cuchillo,
ese.
Gonzalo Rojas
UNO
Los peluqueros nos encargamos de acicalar la mercancía.
No solo se trata de limar pezuñas o desenredar pelambres. Ser peluquero exige, además de delicadeza y paciencia, cierta vocación por el delirio. Lo usual es que nos entreguen un ovillo jadeante del que cuelgan patas entumecidas o cabecitas hinchadas de costras, y lo que se espera de nosotros es que logremos desbrozar esos bultos llorones en busca de algo parecido a la gracia. Conocí un peluquero que necesitaba un arsenal de ferretería para cubrir su cuota diaria, y otro que lo hacía con un cortaúñas y los dedos embarrados en su propia saliva. Todo está permitido si cumplimos con podar esas selvas de mugre y sarna, y logramos deshojar un cachorro apetecible para las buenas conciencias y las casas decentes por el que pagan cien, doscientas veces su precio real.
Cuando Darío me ofreció ser peluquero sumaba dos años sin trabajar. El último colegio al que ayudé a falsear sus planillas —figuraba como auxiliar en Educación Física, pero me hacía cargo de reemplazar a los profesores de Historia Universal y Lengua— me despidió bajo amenaza de retener los seis meses que me debía si iniciaba un juicio. En ese momento fue un alivio volver a tener un salario fijo. A pesar de los viajes diarios al caserón. A pesar de lidiar con los otros peluqueros. A pesar del olor a perro.
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El olor a perro es un aroma agrio y huraño que se encoleriza si intentas doblegarlo. Algunos peluqueros cometen el error de tratar de ahuyentarlo con jabones o aguas de colonia, y lo que consiguen es vestir los mismos hedores con bocanadas medicinales. Estrella odia mi olor de peluquero y se encarga de hacérmelo saber. Me acusa de preñar todo cuanto toco con las pestilencias de los engendros de Darío. Yo insisto en mentirle: le repito que el negocio también es mío. Pero ella ya no me escucha, ocupada como está en impedir que me meta a su cama antes de obligarme a entrar a la ducha.
Aunque no se lo he dicho, lo que más me gusta de ella es el aliento amargo de su cuerpo. Un olor que me recuerda que creció decapitando cerdos y trozando patos para que su padre resucitara esas carnes con aderezos dulzones. Estrella gobernó con un hacha los patios de distintos restaurantes del barrio chino donde su padre fue el cocinero principal. Tarde o temprano, los peluqueros cedían a la tentación de asediar esas cuevas que sudan kiones y canelas, sin que el apetito tuviera nada que ver con el peregrinaje. Buscaban el milagro del cambio de raza de los cachorros desahuciados para la venta con los cortes desentendidos y simétricos que ella concedía sin pedir nada a cambio. No se sabía si era el corte o el hacha, pero las heridas en orejas y colas sanaban en cuestión de horas, tiempo justo para embaucar a los desprevenidos que rogaban por dogos o bóxers. Me gusta pensar en la cara que ponen nuestros clientes cuando descubren que las orejas de porcelana por las que pagaron una fortuna un viernes, para el lunes empiezan a crecer con el irreprimible ímpetu de los tubérculos.

Cuando el padre de Estrella murió, ningún restaurante quiso contratar a quien hacía solo la mitad menos útil del trabajo. Así que ella decidió probar suerte con la venta de cosméticos, y descubrió que algunas mujeres preferían confiarle su aspecto a alguien que nunca tuvo necesidad de dar color a sus mejillas: los vapores de la cocina le dieron ese eterno semblante de quien está ligeramente agitada.
Una noche de insomnio me atreví a buscar algo de comer en su casa y encontré el hacha en el refrigerador. No supe si debía llevarla al cajón de los utensilios o dejarla en la mesa para que Estrella la encontrara al amanecer. Al final regresé el hacha a su lugar, como si yo también tuviera la necesidad de evitar que ese pedazo de metal y madera iniciara algún tipo de descomposición.
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Una buena camada deja tres o cuatro perros fuera del caserón, pero una veintena de regreso. Jamás desechamos a los cachorros que no pueden venderse. Darío nos obliga a alimentarlos y limpiarlos, aunque no generen ninguna ganancia. No sé si en realidad se encariña con ellos o si confía en las infinitas posibilidades del apareamiento. Es usual ver a los perros copulando por aquí y por allá, a cualquier hora del día. Los que no se venden pasan por las manos de distintos peluqueros hasta que se ganan el derecho a ser dejados en paz. El caserón es una mezcla de asilo y salón de partos. Lo peor son las temporadas de celo y la muerte en puñados de los perros más viejos, a los que debemos enterrar entre los matorrales cercanos a la autopista.
Darío no conoce las consecuencias de sus decisiones. Nos visita con intermitencias, en días y horas que no responden a ningún patrón.
Hoy, por ejemplo, llega al caserón al final de la tarde y le informo que murieron dos de los machos a los que había llenado de atenciones en las últimas semanas, luego de una agonía en la que se dedicó a engreírlos más de la cuenta. Para consolarse pide que saquemos a todos al jardín. Detiene su paso en las hembras. Coloca los dedos sobre sus nucas y ellas quedan hipnotizadas con sus caricias. Cuando se da cuenta de que su esfuerzo surte efecto, ordena traer los regalos que tiene preparados.
El olor a carne cruda inquieta a todos en el caserón, a peluqueros y perros por igual.
En este momento, le doy la razón a Suárez. Nos corresponde a nosotros salvar el negocio.
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Suárez es uno de los pocos que sobrevive desde que Darío empezó a reclutar peluqueros. Es un enano con nariz de boxeador y voz de eterna carraspera. Mientras habla, pasea aparatosamente su cuerpecito hecho de cartílagos y mira con desprecio a los recién llegados, porque sabe que no soportarán ver lo que nosotros hemos visto y buscarán otra ocupación en cuestión de días o semanas. Me dice que será sencillo. Si nos aseguramos de que todo siga en marcha nadie nos delatará. Quizá tenga razón, los muchachos que Darío recluta no son, lo que se dice, buenos samaritanos. No quiero ni enterarme de lo que descartaron a cambio de acicalar perros. Hay que estar un poco desesperado para aceptar este trabajo. Mientras cumplo con mi cuota diaria, escucho a Suárez hacer cálculos de lo que se puede ahorrar en comida y otros gastos si nos deshiciéramos del «material» que, lo sabemos, jamás llegará a venderse. Maldice a Darío y sus despilfarros injustificables. Vuelve a preguntar si voy a ayudarlo. Cuando le digo que sí, repite que será sencillo.
El ánimo de Suárez oscila entre el envenenamiento y el golpe a traición en la nuca. Me dice que si estoy de acuerdo puede hablar con los peluqueros que pasan la tarde quebrando botellas en el jardín o buscando frutas caídas en los alrededores. Da por hecho que al no tener otra cosa mejor que hacer, nos ayudarán a deshacernos del cuerpo. No sé por qué se esfuerza en obtener mi aprobación. Puede prescindir de mí si se decide por el golpe en la cabeza. Quizá la única alternativa que tiene es envenenarlo, y es por eso que me necesita.
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Estrella también me pide respuestas. Me pregunta qué es lo que siento por ella. Como no contesto agrega que no me preocupe, que sea cual sea mi respuesta seguirá acostándose conmigo si eso es lo que me importa. Le digo que el hijo de un maestro de escuela no puede enamorarse de la hija de un cocinero, que esa es una verdad universal. Se enoja y pasa buena parte de la noche sopesando los tonos de delineadores, sombras y brillos de labio con una disciplina que yo apreciaría si entre sus manos tuviera polvo de mariposas y no los tubos llenos de escarcha que le llegan en vulgares cajas de cartón cada fin de mes. Luego de unas horas, se acerca a la cama para devolver el golpe: el hijo de un maestro de escuela jamás sería socio del hijo de un diputado, como mucho trabajaría para él a cambio de centavos, pero nada más.
Satisfecha por no escuchar una réplica, se tiende a mi lado sin quitarse la ropa. Me sorprende escuchar el inicio de mi explicación.
DOS
Darío y yo nos hicimos amigos porque mi madre fracasó en su empeño de hacerle ganar algunos kilos.
Mi madre, doña Lila, es un alma noble que ha consagrado su vida a sanar al prójimo abatido por la peste silenciosa y amable de la delgadez. Está siempre a la caza de los síntomas imaginarios que enrolan a nuestros vecinos y parientes al ejército de malcomidos que ella está dispuesta a recuperar para el mundo.
Darío y su madre se mudaron al quinto piso del mismo edificio de departamentos en el que mi familia alquilaba el segundo. A la semana de llegados, fue inevitable que doña Lila los detuviera en las escaleras. Levantó el brazo deshilachado de Darío, tomándolo de la muñeca, y le preguntó a ella por qué su hijo estaba en tránsito a la evaporación.
Resultó que Darío era nuestro vecino solo de lunes a viernes. Los fines de semana lo trasladaban a un caserón que se perdía en una de esas rutas que se alejan de la ciudad, donde su padre se recluyó una vez que vetaron su reincidencia en la diputación. Nos enteramos de que él organizaba esos viajes semanales alternando el padecimiento de sus dietas. Cuando estaba en casa de su madre, debía recibir de buen ánimo sopas y estofados de aderezos displicentes. En la casa paterna, en cambio, dejaba enfriar en su plato la eterna milanesa con papas fritas.
Fue mi madre quien me dio las indicaciones precisas para invitarlo a casa sin que él se enterara de mi desidia. Cuando resoplé una señal de fastidio ella preguntó con algo parecido a la complicidad: «¿No te das cuenta de que el pobre es hijo de madre soltera?».
Aunque en nuestra mesa abundaron granos y tallos de propiedades sobrenaturales, para doña Lila nada puede reemplazar el ímpetu nutritivo de una buena porción de vísceras. Darío vomitó su primer desayuno en casa, del que apenas si había probado bocado. Le bastó ver las dos largas copas de sangre de bazo que nos sirvió mi madre para descomponerse.
A la larga aceptó comer todo lo que le servimos a excepción del bofe. Respeté sus límites, con la seguridad de que el carnicero aprovechaba la devoción de mamá para vendernos hasta sus trapos sucios. Después de seis meses él seguía tan flaco como llegó, así que mi madre se dio por vencida y me dejó el peso de una amistad forjada en el silencio que se requiere para masticar entrañas que apestan menos cuando cierras la boca.
Lejos de la cocina de doña Lila el aburrimiento compartido fue el principal ingrediente de nuestra amistad. Las contadas aficiones de uno jamás llegaron a entusiasmar al otro, así que no encontramos mejor forma de ocupar las tardes que negándonos a mover la perilla del televisor.
Uno de esos días, justo en el momento en que me quejaba de la estrechez de mi habitación, Darío me habló con pesar de la inmensidad del jardín que decía tener para él solo en el caserón de su padre. Me ofendió esa referencia a un mundo que no conocía, donde le entregan a uno un jardín enorme para desperdiciarlo a placer. Creo que lo llamé mentiroso. Mi intención era herirlo lo suficiente como para que me invitara al caserón a comprobar que el jardín existía. Dio resultado. El viernes siguiente mi madre consiguió que una vecina le prestara una maleta en la que se esmeró en acomodar mis mejores mudas de ropa, con la ansiedad de saber que su hijo sería juzgado por los ojos de un diputado. Lo último que le importó al padre de Darío fue detenerse en mi vestimenta. Al estrecharme la mano, lo escuché desentenderse de mí con una excusa: si ves la casa patas arriba es porque debemos tener todo embalado, en cualquier momento me llaman para hacerme cargo de la embajada en Buenos Aires o Quito, es cuestión de días.
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Darío tuvo tres hermanos a los que jamás conoció. Solo le llegó de oídas el ruido tremendista de sus nombres: Ilich, Iván y Boris. Todos ellos nacieron de distintas madres, en la temporada en que la monserga de izquierda lucía bien en la boca de un diputado. Pero llegaron los malos tiempos y el vocabulario que al viejo le había tomado años perfeccionar cayó en desuso. Lo obligaron a ceder su escaño a muchachos que se jactaban de empuñar la ausencia de norte ideológico. Llamar Darío al último de sus hijos fue un intento desesperado de demostrar que estaba a tono con los nuevos tiempos. Nadie pareció notar el gesto. A cambio de los años de servicio, alguien debió prometerle una embajada modesta y poco apetecible. Caracas, Santiago, Quito, eran lugares que a Darío le sonaban remotos, pero a los que estaba listo a trasladarse de un día para otro. Al desvanecerse la mensualidad de la diputación, Ilich, Iván y Boris ignoraron la presunta brisa solidaria que invocaba sus nombres y cargaron con todo lo que pudieron. Lo único que el patriarca pudo poner a salvo fue el caserón. Si la promesa de la embajada no llegaba a cuajar, pasaría el resto de sus días dentro de ese mastodonte ruinoso, deambulando entre sus paredes a medio construir. Debió ser el peor lugar del mundo para aprender a valerse por sí mismo, si así podemos llamar a sus esfuerzos por cambiarse de camisa cada tres días, y arrastrar la tumbona del jardín a la sala ante cada amenaza de lluvia.
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Al regreso de mi primera visita al caserón, nuestras tardes inmóviles y resignadas frente al televisor se pusieron a prueba cuando un gran acontecimiento empezó a anunciarse a todas horas en la pantalla: el paso del cometa Halley.
En la escuela de Darío se ocuparon de convencerlo de que era uno de los afortunados que vería una bola de fuego que había atravesado la mitad del universo para pasar muy cerca de su cabeza. Con algo de suerte, se lo prometieron, repetiría la hazaña en otros setenta años. Yo, por el contrario, maldije el día en que cortaron la transmisión de un partido de fútbol en el que mi jugador favorito regresaba al campo luego de estar lesionado por meses (en las antípodas de la grandilocuencia de los astros, mi héroe se apodaba Migajita, sí, Migajita Littbarski), para pasar la entrevista con un anciano que decía recordar la visita anterior del cometa y que habló de él como quien habla de un amigo muerto al que odió en secreto cuando estuvo vivo: «Lo esperé, pero no me dio la cara», llegó a decir.
El día indicado, azuzados por mi padre, los adultos del edificio nos obligaron a subir a la azotea para señalar sombras inexistentes en el cielo. El horizonte gris de esta cuidad devolvió el rostro impávido de siempre a cada índice levantado, de modo que los niños llegamos al final de la tarde más entretenidos en hurgar las calles de siempre desde las alturas: algunos probaron con lanzar proyectiles de baba a los transeúntes, otros aceptamos el desafío de llevar la cuenta de especímenes insospechados (cinco Volkswagen mostaza, ningún Célica que no fuera rojo). De todas formas, Darío y yo nos quedamos despiertos hasta el noticiero de las diez para cotejar nuestra desilusión con la imagen difusa del Halley: algo tan burdo y apenas luminoso como derramar leche en un cuarto oscuro.
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Cuando cumplí doce años, uno de esos tíos despistados y negligentes que cuelgan como frutos que han recibido demasiado sol en el atolondrado árbol genealógico de mi madre, me regaló un mastín napolitano. Mi padre custodió su ingreso a nuestro pequeño departamento con la vergüenza de no tener una alfombra que debiera poner a salvo, mientras que doña Lila festejó con falsos lamentos la llegada de una boca más que alimentar.
Nos desilusionó un poco enterarnos de que era hembra y, para ignorar este detalle, Darío y yo estuvimos de acuerdo en preguntarle a papá si podíamos llamarla Halley. Él meditó su respuesta y al final nos dijo que sí era posible. Se rascó la marca de sarampión que le hundía la ceja y agregó: «los cuerpos celestes no tienen sexo».
Apenas salimos del edificio a pasear a Halley por primera vez, el conserje nos recordó que no estaba permitido tener animales en los departamentos.
El conserje era un anciano que arrastraba el ancla de su humanidad con el secreto gusto de agitar las horas de descanso de los vecinos. Creía que su trabajo consistía en embarrar las áreas comunes con una cera olorosa a kerosén y dormitar en el sótano con el pretexto de reparar una caldera que jamás fue encendida. Si alguna vez se permitió ser diligente fue para llevar malas noticias o impartir prohibiciones.
La natural resignación de mi padre se exasperó con los puntuales recordatorios del anciano, y su solemnidad lo obligó a dirigirnos un llamado a la resistencia familiar. Darío fue tomado en cuenta en la arenga. Era el aliado de otro piso que nos traería noticias y alertas. Mi padre tenía debilidad por reproducir en casa los discursos enrevesados que desordenó a su gusto en más de treinta años como maestro de escuela pública, y Darío parecía estar familiarizado con estos excesos. Creíamos estar preparados para repelar las amenazas hasta que nos llegó la noticia de un loro que amaneció ahogado. La familia que compró sus remedos de conversación se había negado a desterrarlo y jamás pudieron probar la responsabilidad del conserje. Halley nos miró con los ojos desvaídos de quien intuye que la muerte tiene dedos largos y huesudos, y que en las mañanas trapea pisos y divide las cuentas del agua. Darío pidió audiencia con mi padre y le planteó la idea de acogerla en el caserón.

El sábado, muy temprano, nos dejamos arrastrar por la agitación adolescente de Halley, liberada en el jardín del diputado, por sus gruñidos y mordiscos, por la baba y la ternura de sus embestidas. Sudoroso y adolorido, se me ocurrió pensar qué pasaría si no regresaba a casa, si me quedaba a vivir ahí, refugiado, como ella.
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El diputado asistió a nuestros forcejeos de dicha con Halley con una mirada turbia que confundí con la envidia. Alguna vez nos pidió que le acercáramos a la perra, y lo vimos adormecerla con un movimiento circular de sus dedos sobre la nuca. Ella cedía con gusto a sus caricias. Al concluir, él sacudía de sus dedos un polvo blancuzco que después no se posaba en ningún lado. Nos explicó que funcionaba igual con las mujeres. Lo que haces es buscar la piel que espera recibirte, y la encuentras. No entendimos bien lo que quería decir, pero al ver a Halley sumisa y agradecida, estuvimos siempre de acuerdo.
Al cumplirse un año del asilo en sus dominios, el diputado le regaló una pelota que no supimos de dónde hizo aparecer. Nuestros juegos se iniciaban con el asedio de Halley a las costuras de esa cáscara llena de aire. Incluso, cuando el cansancio nos impedía seguirle el paso, ella tomó la costumbre de ignorarnos para buscar sus saltos esquivos en el jardín. Con la felicidad de comprobar que su regalo era apreciado, el diputado erguía el espinazo, como a punto de soltar un discurso, para aplaudirla.
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La noticia la recibí por boca de mi madre un jueves, cuando retornó del mercado. Darío se iba a vivir a Montevideo. Así, sin más. El sueño de la embajada los esperaba, a él y al diputado. A la madre le daba igual, hasta podía decirse que se quitaba un peso de encima. Desde el lunes mis golpes a la puerta de su departamento del quinto piso habían recibido como única respuesta el eco sereno de los espacios abandonados. Mi padre me había dicho que no me preocupara, que quizá Darío había pescado un resfriado que lo ataría a su cama del caserón por un par de días. Ante el dictamen traído por mi madre junto con las tripas del día, hundió la cabeza en el escritorio con el pretexto de los exámenes que debía corregir.
Almorzamos en silencio. En cuanto recibí el plato de fondo (el bofe que doña Lila servía en retazos, como si hubiese desarmado con cuidado la camisa de un limpiador de chimeneas), decidí reclamar a Halley.
«Es nuestra», dije, empuñando el tenedor.
Mi madre dijo sin reservas que la hombría de mi padre podría estar en juego si no le hacía frente al diputado. Él balbuceó algún intento de respuesta, mencionando la generosidad que había mostrado al acoger a nuestra perra en tiempos difíciles.
Doña Lila no tuvo que insistir con sus dudas. Su esposo dibujó círculos sobre su plato sin probar bocado y antes de retirarse me anunció que el sábado, muy temprano, haríamos el viaje para reclamar lo que nos pertenecía.
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Desde la estación de buses hicimos el camino a pie. Nos detuvimos ante las rejas de la comarca del diputado y a nadie pareció interesarle nuestros llamados a gritos. No encontramos ningún timbre ni nada que nos anunciara. Lo mismo en las casas vecinas. Los timbres debían ser muy vulgares para los dueños de un caserón: un ruido estridente llegado de la galaxia a la que no quieren pertenecer. Esperé a que mi padre hiciera algo, pero los dos seguimos mirando en silencio el atado de cadenas y candados que colgaba en el ingreso principal. Antes de irnos señaló sombras inexistentes dentro del caserón, como lo había hecho aquella vez en la azotea.
Si alguna vez se volvió a mencionar el nombre de Halley en casa, mi madre levantaba la mirada al cielo y, con la boca torcida, buscaba los ojos de su esposo.
TRES
Doña Lila me pidió el hígado fresco de una vaca para hablar con mi padre muerto.
No me sorprendió. Su confianza en las vísceras era la más tolerable de sus supersticiones. Después de todo, si éramos pobres poco tenía que ver la escasa pensión que dejó su esposo y que yo pasara la mayor parte del tiempo desempleado. La causa de nuestra estrechez era su costumbre de colocar el monedero sobre la cama. El día que empezamos a vivir de prestado sentenció: «La plata se duerme».
Mi padre murió sentado frente al mismo televisor que desdibujó al cometa Halley. El único prodigio que vimos en esa pantalla fue a un ministro de estado rogando en nombre de todos «que Dios nos ayude». Antes, había convertido el sueldo de un maestro de escuela en un astro lejano y borroso que nunca más nos volvería a iluminar. En cuanto escuchó la última frase del ministro, el pedazo de roca y fuego que era el corazón de mi padre se apagó sin ni siquiera dejar una estela de cenizas.
Sobre ese televisor, doña Lila colocó la foto de su esposo y asentó un bosque de árboles ralos y desiguales: las velas que alguna ventana rota apaga antes de tiempo.
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La única rutina que Darío respeta con los peluqueros es el día de pago. Cada dos viernes llega al caserón acompañado por tres o cuatro vendedores que reparten el dinero sin decir nuestros nombres o mirarnos a los ojos. Cuento los billetes que dejan en mis manos y compruebo que no se trata de un simple descuido. La última vez fue la mitad, y ahora recibo la tercera parte de lo que Darío solía pagarme cuando empezamos a trabajar juntos. Suárez recibe los billetes y sus manos diminutas no alcanzan para arrugarlos en señal de desafío. Busca sin éxito la mirada inconforme de los demás peluqueros. Bajo la cabeza, le doy la espalda y camino con los ojos puestos en un punto incierto del jardín. No quiero que Darío sospeche.
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Estaba obligado a encontrar el hígado fresco de una vaca, y el único lugar que consideré propicio fue el barrio chino. Que sirviera o no para enviar o recibir mensajes a los muertos es un asunto que no discutiría con mi madre. En nada me afectaba que ella recurriera a los interiores de una res para poner a salvo de la anemia a su hijo, o para hablar con el esposo a quien casi no le dirigió la palabra en vida.
Pregunté en distintos restaurantes y alguien me habló de Estrella. Fue sencillo llegar al patio donde ella reinaba destazando cuerpos inertes. Tuve que esperar mi turno. Un par de muchachos la vigilaban impacientes, con un cachorro en cada brazo. Antes de pedirle el hígado, le pregunté por los perros que abandonaban su patio chorreando sangre por orejas y colas. Ella me habló de los peluqueros. Y también me habló de Darío.
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Al final de la tarde, los peluqueros tenemos la opción de regresar a casa o de quedarnos a dormir en alguno de los cuartos abandonados del caserón. Siempre que no sea de por vida, Darío tolera de buen ánimo nuestras pertenencias regadas en una esquina, o el bulto de nuestros cuerpos inmóviles durmiendo pesadillas de cachorros con diarreas oceánicas o perras preñadas que buscan nuestros ojos como si fuéramos los padres.
Sucede muy rara vez, pero alguno de los más inconformes logra ponerse de acuerdo para jugar con el pedazo de cuero que alguien encontró en el jardín. Se organizan en equipos y respetan ciertas reglas, aun así el juego no deja de ser un amasijo de golpes y celebraciones que se justifican en la medida que un poco de aire resista dentro de esas costuras.
No puedo asegurarlo, pero podría ser que la pelota que el diputado le regaló a Halley hubiera sobrevivido para divertir a los peluqueros.
Esta tarde el equipo de Suárez pierde la apuesta usual. Jamás se pone en juego dinero, sino el trabajo que nadie quiere hacer en el caserón: raspar la mierda seca de los tablones que separan a los perros por edades, o desparasitarlos con esas cápsulas turquesa que se resbalan de nuestros dedos justo cuando logramos que mantengan el culo quieto.
Suárez reclama como solo él sabe hacerlo: agita su cuerpecito y niega con la cabeza desafiando a todos lo que quieran llevar la contraria. Un peluquero que no tiene ni dos semanas en el caserón lo toma del cuello y le pide que cumpla su palabra. A nadie parece importarle lo que pase con Suárez. Lo observo desde la azotea, y desde aquí pienso en lo insignificante que se ve al lado de su agresor. Logra soltarse y huye en dirección al caserón. Todos parecen desentenderse de la cobardía de Suárez y deciden seguir con el juego. Soy el único que lo ve regresar al jardín con un martillo. Sospecho que ese pedazo de metal se teñirá de óxido y sangre al estrellarse en la cabeza del peluquero que apenas empezaba a entender los secretos de este oficio. Me digo que tiene las manos muy grandes y poca paciencia, que quizá en tres o cuatro meses habría dejado de venir al caserón sin reclamar pago alguno o darle explicaciones a Darío.
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Darío no me reconoció. Se concentró en la bolsa de fideos chinos que traslucía el hígado que compré para mi madre. Él tenía un cachorro durmiendo con la cabeza hundida en su sobaco, pero mi equipaje le pareció más absurdo. Quizá el olor tupido de la sangre que desaguaba la bolsa le recordó nuestras comidas en silencio, porque sin verme a los ojos de pronto dijo mi nombre.
Lo convencí de ir a ver a mi madre. Doña Lila lo volvió a sentar a su mesa y se atribuyó el logro de verlo hermoso, fornido, feliz. Él la tomó de la mano y nos contó a medias lo que pasó con él y el diputado en el caserón. Cuando terminó nos dijo a los dos: todo lo que tengo es nuestro.
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El último suceso de la apuesta y el martillo ha convertido a Suárez en el líder que siempre quiso ser. Lo observo tramar sus intrigas a solas con otros peluqueros, sin convocarme. Ha dejado de trabajar y delega sus encargos a un séquito de lo más promiscuo. Quiero hacerle creer que lo ignoro, que me concentro como nunca en mi trabajo. Un peluquero con el que apenas he cruzado palabra me aborda. «Vengo por encargo de Suárez», dice. Me informa que lo harán el próximo viernes. Suárez quiere saber si contará conmigo. Como no respondo decide explicarse: «Si lo hacemos el día de pago sabremos dónde guarda la plata».
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Mañana es viernes. Día de pago. Recién hoy me aseguro de enviarle el mensaje a Suárez. Sí, puede contar conmigo.
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Darío nunca viajó a Montevideo. El diputado estaba tan feliz con la carta de la embajada que cayó enfermo. Una fiebre lo hizo dejar de comer y empezó a hablar solo.
En sus delirios, su padre debió confundirlo con Ilich, Iván o Boris, porque cada vez que intentó acercarse a su habitación fue desalojado por el vuelo de un zapato. La única que podía salir del caserón era Halley. El diputado dejó de hacer ruidos en el piso de arriba, y recién entonces descubrió que la perra había desaparecido tantos días como él había dejado de comer. Regresó, sí, pero no era la misma, tenía el vientre crecido y dormía más de la cuenta. Se escabullía por las rejas muy temprano, y regresaba para enroscarse al cuerpo que él ya no podía dominar.
No recuerda cuánto tiempo pasó o cómo logró salir. Los vecinos, la policía, da igual, después de llevarse el cuerpo de su padre desaparecieron. Lo único que hicieron por él fue dejar la puerta abierta.
Cuando le pregunté cómo sobrevivió, Darío nos dijo: «Halley tuvo muchos hijos, y se aseguró de alimentarnos a todos».
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Estrella hace las cuentas de su negocio mordiéndose el labio inferior, como si la falta de ganancias mereciera ese escarmiento mínimo. La observo desde la cama y a cada borrón en su libreta le anuncio que estoy a punto de quedarme dormido. Sus muslos, pantorrillas y caderas son firmes, quizá por los años de trabajo con el hacha que la obligaron a resistir en la única posición de guerra posible para enfrentar a un enemigo que, en el peor de los casos, tenía la altura de un pato. El resto de su cuerpo tiene una tristeza gastada y vulgar de la que me esmero en ponerme a salvo cada vez que debo complacerla.
Antes de dejarme vencer por el sueño le pregunto si al día siguiente puedo llevar conmigo el hacha que guarda en el refrigerador. Deja sus cuentas y gira para preguntar para qué la necesito. Entre sueños le contesto, o creo contestar, que Darío necesitará mi ayuda.

Este cuento forma parte del libro de relatos del mismo nombre, publicado por editorial PEISA el año 2019. El libro mereció una “Mención Especial” en el Premio Nacional de Literatura, edición 2021, otorgado por el Ministerio de Cultura. Las ilustraciones son de la autoría de Enrique Limaymanta Sulca. Effio y Limaymanta son amigos desde que tenían 14 años. Antes se entendían a la perfección en una cancha de fulbito y ahora sobre el papel de esta revista.