Por: Augusto Effio
En el Perú el consenso es un bien escaso. Por eso llama la atención la unanimidad con la que nos pusimos de acuerdo para ver a la selección de fútbol de Australia por encima del hombro. No solo fue un error de la prensa que se debate entre el alcahuetismo y la codicia que los obliga a vender gato por liebre, también contagió al hincha curtido en la estadística de la derrota y, mal que nos pese, el exceso de confianza se instaló en el comando técnico liderado por el único aspirante a la santidad popular en nuestro país en lo que va del siglo: Ricardo Gareca.
Esta derrota no fue épica, como el 2-2 del 85 en Buenos Aires, ni enrarecida y rabiosa, como el 4-0 en Santiago del 97. En una de las ciudades más caras del mundo, sobre una cancha climatizada, con la América entera haciendo fuerza por los nuestros, dejamos escapar la opción de ir a nuestro segundo mundial consecutivo con un gesto entre torpe y desolador: el martillo que no acierta en el clavo y aplasta el pulgar hasta hacerlo sangrar.
El chocolate hizo agua ante la modesta disciplina del rival. Eso sí, detrás de esa morosa puesta en escena se debe reconocer el trabajo silencioso del técnico australiano a la hora de diseñar la coreografía del triunfo improbable. Obligó a los suyos a bailar la danza que invoca la lluvia de los pases errados y las gambetas a medio hacer. Incluso, se anticipó al escenario de la definición por penales con la traición de su propia consigna: el chocolate de lo festivo, lo salvaje, lo impredecible, estuvo debajo del arco australiano y se dejó crecer la barba.

No era la primera vez que Perú salía adormecido o no se desperezaba a tiempo en la cancha. Hasta antes de este encuentro, una de las principales virtudes de Gareca era su capacidad de redistribuir las piezas en el entretiempo —además de servir los cafés más amargos a sus pupilos— para seguir con vida o tomar un segundo aire. El Ricardo Gareca ajedrecista capituló en Doha, quizá persuadido por el sonsonete abrumador de la publicidad de las casas de apuestas deportivas: para qué cambiar o afinar la estrategia si podemos jugar al doble o nada de Valera de punteo izquierdo.
A pesar del dolor, no debemos ceder a la tentación de quemar las naves. Quienes sobrevivimos al gol del propio Gareca en el 85, a la humillación de Salas y Zamorano en el 97 y los penales errados por Reynoso y Soto en la Copa América del 99, sabemos que el impulso del reproche es el peor consejero. Con la salida de Oblitas en ese ya lejano 1999, nuestra selección se convirtió en el anhelo de multitudes que, con el inicio de cada eliminatoria, tomaba forma de pesadilla sin rumbo condenada a repetirse una y otra vez.
Quiero creer que nuestro fútbol ya no endiosa a malandrines, que ya pasamos la nefasta página de los Waldir, los Puma, los Kukín, los Chiquito, que tenemos el legítimo derecho de aspirar a nuevos triunfos con los Orejas, los Tapia, los Aquino, los Callens, a pesar de que la realidad institucional nos dice que somos últimos en Sudamérica, por debajo de Bolivia y Venezuela, como lo debe saber cualquier futbolero distraído que asiste con vergüenza y temor a cada presentación de los nuestros en la libertadores o la sudamericana.
También quiero creer que, en algún momento, los hinchas nos preguntaremos si cada uno de nosotros, desde el lugar que ocupamos en el mundo y sea cual sea nuestro trabajo o responsabilidad, entregamos ese desborde que le exigimos a Advíncula, la precisión que esperamos de Carrillo, la concentración y cabeza fría que reclamamos en Zambrano. ¿No será que en nuestro día a día, en las cosas y con las personas que realmente importan, también confiamos más en el chocolate que en la sencilla y aburrida disciplina que nos dejó sin mundial?
