Por: Jhony Carhuallanqui
Fotos: Jorge Jaime Valdez
La narrativa de Edgardo Rivera Martínez retrata un mundo donde lo profano y lo sagrado no son opuestos, sino complementarios y necesarios en lo cotidiano. Busca universalizar la identidad sin perderla, como la acacia, que cuanto más alto se yergue, más profundas son sus raíces, ideando para ello un mundo donde unicornios, ángeles y amarus pueden convivir tranquilamente. Su obra apuesta “por el Perú como un país multicultural, dueño de un mestizaje nuevo y necesario” (César Ferreira), “que inevitablemente está inmersa en el cruce de varias culturas” (Juana Martínez) y que es, en todo caso, lo que lo caracteriza y lo hace único.
Gonzalo Portocarrero decía que el arte, en todas sus expresiones, es el escenario donde menos se ha producido una depredadora alienación, premisa necesaria para entender esa catalizadora literatura defensiva que Rivera reestructura para ilustrarnos que aceptar al “otro”, es aceptarnos a nosotros mismos, pues esa identidad que lleva implícita el aislamiento y la exclusión: “soy peruano, por eso no soy boliviano; cuanto más peruano soy, menos boliviano seré”, es un absurdo, pues nuestra identidad es la suma, integración y aceptación de otras más.
Si han asistido a un taller de “escritura creativa”, la técnica común que recomiendan para mantener la atención del lector es crear giros inesperados en la trama, lo que resulta a veces absurdo e innecesario; sin embargo, Rivera rompe este evangelio común, pues su narración explicativa y homogénea, rica en descripciones y reflexiones, no solo logra mantener la atención del lector, sino lo convertirse en acompañante de sus personajes y partícipe de los escenarios y conflictos que describe con una prosa natural y envidiable. Su narrativa se basa en “figuras enigmáticas de identidades inciertas y rasgos contradictorios” (Carlos Schwalb) que hace imposible no continuar su lectura.
La teoría literaria lo enmarca en el neoindigenismo, etapa posterior a Arguedas y Alegría, en la que el valor subjetivo es relevante, pues el narrador no es un mero observador, sino que pertenece al contexto que retrata, por ello la dosis expresiva es predominantemente coloquial y las técnicas están sujetas a la necesidad de lo relatado sin encasillarse en las plantillas de lo formal, esto sin duda, hace que su trabajo sea genuino. Reseñar toda su producción sería un trabajo halagador, pero inconcluso, por ello me referiré a un cuento y una novela que considero, son indispensables.
El Ángel de Ocongate (1982) es el cuento que seguramente más interpretaciones ha tenido. Es la historia de un ángel que ha perdido su divinidad y deambula por los pueblos sin memoria y sin habla, lo que lo confunde y atemoriza en la búsqueda de su identidad; viste como danzarín, creen que producto de sus excesos ha quedado así; algunas muchachas admiran su belleza mientras que algunas ancianas se santiguaban al verlo, hasta que por indicación de un anciano halla el camino a la capilla del cual ha sido despojado.
El ángel caído se interroga: “Quién soy yo sino apagada sombra en el atrio de una capilla en ruinas, en medio de una puna inmensa”, pregunta que de alguna forma nos hemos hecho todos en algún momento, quizá para replantearnos el rol que cumplimos en la vida y que solo se hilvana con los demás, pues somos en gran medida ese ángel que “se ha visto en la necesidad de reconstruirse a sí mismo apelando a la memoria colectiva” (Jorge Valenzuela), es decir, a los demás, en el engranaje de la sociedad a la que nos integramos.
Esta historia obtuvo el premio del Cuento de las 1 000 palabras de la revista Caretas. El jurado por unanimidad lo distinguió y, coincidencia, sirvió para reencontrarse con un excompañero de estudios, Mario Vargas Llosa, pues Rivera estudió Literatura en San Marcos, donde compartió algunos cursos con nuestro Nobel mientras moldeaba y afinaba su inventiva gracias a la experticia de Raúl Porras Barrenechea, Luis Jaime Cisneros, Luis Alberto Sánchez, Estuardo Núñez y otros destacados intelectuales.
El País de Jauja (1993) es una novela que discurre entre la cultura andina y la cultura occidental con naturalidad, fluye para construir una identidad nueva, integrada y rica en aprendizaje. Es la concepción de la Patria Grande, constituida por naciones que se complementan para un bienestar compartido. Claudio Alaya, es un adolescente que gusta de la música folclórica como clásica, de la creencia andina como griega, deconstruye algo tan evidente como negado: nuestra diversidad integrada. Se libera de la formalidad atiborrada de prejuicios para aprender a vivir y sobre todo a convivir en las sendas del amor y la felicidad en una Jauja radiografiada a través de sus líneas. Claudio en gran medida, es Edgardo.
Jauja es una ciudad privilegiada al cual llegaban nacionales y extranjeros en busca de su clima prodigioso para apaciguar dolencias como las de la tuberculosis. El enfermo aliviado no quería salir de este rincón andino pues fuera de él su malestar lo abatía, así que lo convirtió en su país, el País de Jauja: un crisol de hábitos, costumbres y ritos de gentío proveniente de diversos lugares, un escenario que sedujo a Rivera y al que Pedro Monge, el insigne maestro y cuentista, animó a perpetuar en historias, como el caso de su primer cuento, La cruz de piedra (1950), publicada cuando cursaba la secundaria en el emblemático colegio San José. Años después, el discípulo animaría ahora al maestro a recopilar sus escritos, que se materializaron en Estampas de Jauja (1980).
País de Jauja fue finalista del prestigioso premio Rómulo Gallegos que ganaran personalidades como Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, fue escrita entre la penumbra de los coches bombas y paros armados que Sendero Luminoso había instituido y que aun así se erguía como un faro de comprensión y tolerancia, como lo refiere el propio Rivera, la propuesta de esta novela es una utopía posible: “una convivencia respetuosa y enriquecedora de culturas, abierta a la modernidad”. La dedica a sus antepasados, hermano y descendientes, una referencia a la concatenación de nuestra identidad.
Como tendría que ser, este artículo tiene mil palabras.