Por: Marco Martos
Este artículo se refiere a dos poetas clave de la poesía latinoamericana, Vicente Huidobro y César Vallejo. Alude a algunos de sus textos más significativos de esos instantes aurorales. Se trata de poemas que escapan a la vertiente modernista cultivada en las décadas iniciales del siglo XX y que si ahora se leen con entusiasmo es porque no se centran en el uso del espacio, o la prescindencia de los títulos, o los dibujos a la manera de Apollinaire. Se trata de una nueva actitud en poesía que se quedaría para siempre: el centro de la lírica es el poema. Lo que ocurre en esos límites de palabras es un universo diferente, la poesía no expresa directamente los referentes a los que alude, crea una realidad paralela, completa en sí misma, un nuevo objeto de la realidad.
El ruiseñor ebrio
En 1916, con 23 años, llevando un manojo de solo nueve poemas, en Buenos Aires, Vicente Huidobro se presentó como el padre de un nuevo movimiento, el creacionismo. Entre los incrédulos asistentes estaban Leopoldo Lugones, que no se había desligado del modernismo y José Ingenieros, aclamado como el maestro de la juventud. Huidobro siempre tuvo una idea muy alta de sí mismo y creía, sin duda, en su originalidad. Dejaba atrás sus zalemas a Darío y en dos de los poemas mostraba su calidad excepcional. Los otros siete no se sabían desprender de la quincallería verbal del momento. Esos poemas, que llegan hasta nosotros, frescos, incólumes, fundadores, son los siguientes:
Arte poética
Que el verso sea como una llave
Que abra mil puertas.
Una hoja cae; algo pasa volando;
Cuanto miren los ojos creado sea,
Y el alma del oyente quede temblando.
Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;
El adjetivo, cuando no da vida, mata.
Estamos en el ciclo de los nervios.
El músculo cuelga,
Como recuerdo, en los museos;
Mas no por eso tenemos menos fuerza:
El vigor verdadero
Reside en la cabeza.
Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!
Hacedla florecer en el poema;
Sólo para nosotros Viven todas las cosas bajo el Sol.
El Poeta es un pequeño Dios. (1)
El espejo de agua
Mi espejo, corriente por las noches,
Se hace arroyo y se aleja de mi cuarto.
Mi espejo, más profundo que el orbe
Donde todos los cisnes se ahogaron.
Es un estanque verde en la muralla
Y en medio duerme tu desnudez anclada.
Sobre sus olas, bajo cielos sonámbulos,
Mis ensueños se alejan como barcos.
De pie en la popa siempre me veréis cantando.
Una rosa secreta se hincha en mi pecho
Y un ruiseñor ebrio aletea en mi dedo.(2)
En el Arte Poética, Huidobro, aparte de las galas formales que tienen los versos, hace una contribución definitiva, teórica, a la práctica de la poesía. A partir del momento de su publicación, y para siempre, los poetas y los lectores saben que tambalea la opinión de Aristóteles, aquella que señala que la característica de la literatura es imitar a la naturaleza. El poeta crea una nueva realidad con sus palabras. Su tarea se parece a la del mismo Dios. El segundo texto juega con una metáfora de la vida real, que las personas comparten aunque no conozcan nada de la poesía. Es la comparación del espejo con las lagunas y los estanques, como ocurre en los nacimientos que se estilan en navidad. A partir de ahí, el espejo, en el poema, se hace agua corriente, y en ese supuesto, lo que sueña el poeta, se vuelve realidad, en la popa de los ensueños, va el poeta y lleva a un ruiseñor ebrio aleteando en su dedo. El ruiseñor, de prosapia poética romántica, sería desde entonces el animal emblemático de Huidobro. En su poema libro, más conocido, Altazor, de 1931, diría que el cielo a la golondrina monotémpora, prefiere el ruiseñor.

La costa aun sin mar
Trilce de César Vallejo es, sin duda, el libro más relevante de la vanguardia dentro del idioma español. La importancia del volumen es tal que ha sido comparado a Tierra baldía de T. S. Eliot, o al Ulises de James Joyce, en lo más profundo: modificar la tradición literaria, tanto que hay un antes y un después de estos libros publicados, por coincidencia en 1922. Las distintas facetas del libro peruano han sido estudiadas por una nube de estudiosos, desde Roberto Paoli y André Coyné, hasta Raúl Hernández Novás y Ricardo González Vigil, entre tantos otros. Los poemas no tienen título, están numerados, y tocan temas como el amor, la cárcel, la existencia misma del ser humano, episodios biográficos del poeta, y, finalmente, cuestiones que tienen que ver con la escritura misma de los poemas, lo que se llama usualmente poéticas. El último poema del libro, el número LXXVVII, es una obra maestra, que a nuestro juicio no ha sido suficientemente exaltado. He aquí el texto:
LXXVII
Graniza tanto como para que yo recuerde
y acreciente las perlas
que he recogido del hocico mismo
de cada tempestad.
No se vaya a secar esta lluvia.
A menos que me fuese dado
caer ahora para ella, o que me enterrasen
mojado en el agua
que surtiera de todos los fuegos.
¿Hasta cuándo me alcanzará esta lluvia?
Temo que quede con algún flanco seco,
temo que ella se vaya, sin haberme probado
en las sequías de increíbles cuerdas vocales,
por las que,
para dar armonía.
hay siempre que subir, ¡nunca bajar!
¿No subimos siempre para abajo?
¡Canta lluvia, en la costa aun sin mar! (3)
Este poema, es, sin duda alguna, una poética, un texto que es una reflexión sobre la escritura. Se usa a lo largo del poema la primera persona del singular y hay un interlocutor implícito, una oreja que escucha el decir que las palabras enuncian. Graniza es una fuerte palabra con la que se abre el poema, ese granizar recuerda algo favorable, sin embargo, el recoger perlas del hocico mismo de cada tempestad. El discurso paralelo, interpretativo que ensayamos aquí, nos dice que en las tempestades están las perlas, que en lo difícil está lo hermoso. Podemos interpretar que en las dificultades de la vida, esas tempestades, está la posibilidad de la escritura. A continuación, está la lluvia en toda su potencia, es un bien que el autor teme perder. Ese bien es la fuerza escritural que no siempre se tiene. Hay un temor. Si la lluvia, no está, quedaría algún flanco seco, y esa lluvia, finalmente la capacidad de escribir, puede irse, desparecer, en las sequías de increíbles cuerdas vocales en las que para buscar l armonía hay que hacer lo contrario de lo que dice el sentido común: el deseo es subir, nunca bajar y luego viene la antítesis tremenda. ¿No subimos siempre para abajo? Y luego la frase más hermosa, particular y creativa del poema, y de todo el libro: ¡Canta lluvia, en la costa aun sin mar! Vallejo fuerza el sentido de las palabras, las obliga a decir aquello para lo que no están preparadas, e interna a nuestra imaginación por terrenos desconocidos. Este poema ha sido analizado por una multitud de críticos en el mismo sentido en que lo venimos haciendo en estas apretadas líneas, pero ninguno se ha detenido a examinar esta oración final que es una contradicción en sí misma. ¿Podemos imaginar una costa aún sin mar? ¿Es posible? ¿Cómo es posible si mar y costa son palabras que se llaman una a la otra? ¿Cómo puede llamarse costa a una franja que no tiene mar, si la costa es orilla de un mar, de un río?
¿Existe la costa sin mar? Vallejo lo escribió y existe en el marco del poema. Ahí canta la lluvia, la poesía. La poesía es no es lo que está hecho, es la virtualidad de la escritura, lo que vendrá. No es lo sancionado ayer como bello, en la hermosura de mañana.

Coda
Huidobro y Vallejo fueron amigos en París. Nunca hubo una sombra entre ellos. Tenían muchas coincidencias, por ejemplo, su rechazo al surrealismo, pero no compartieron la vida diaria. Huidobro era funcionario de la Embajada de Chile en París, y Vallejo solo llegaba a la Embajada del Perú como eventual profesor de los hijos de Ventura García Calderón. Huidobro, que manejaba desde niño muy bien el francés, habría sentido mucho gusto, si sus poemas en francés hubieran sido reconocidos por los usuarios de esa lengua, cosa que nunca ocurrió. A Vallejo jamás se le ocurrió tamaña idea, quiso, sí, ser un poeta peruano por sus cuatro costados, pasaba al lado de los poetas dadaístas que compartían los mismos cafés, sin intentar nunca intervenir en sus tertulias. Leía sobre todo a poetas en español y tuvo una sana curiosidad por conocer a los poetas rusos, los leía con entusiasmo. En Moscú conoció a Vladimir Mayacovski, quien lo invitó al cine al ver “El acorazado Potemkin”. Vallejo tuvo la delicadeza de callarse que ya había visto la película en París.
Notas
- En: Vicente Huidobro. Obra Poética. Pontificia Universidad Católica del Perú. Madrid 2003 p 379
- Ibídem. p 391
- En: César Vallejo. Poemas completos. Fondo Editorial de la Universidad de Ciencias y Humanidades. Lima 2011. p. 271