Por: Jhony Carhuallanqui
No recuerdo con exactitud cuándo fue la primera vez que oí el término “cholo”, pero si sabía que no era algo bueno, que había que desprenderse de él y chantárselo a otro porque si no quedabas “marcado” de por vida. Lo que sí recuerdo es que, en la primaria, se lo gritaron a un muchacho que decía “prisenti”, mezclaba “el mote con cancha”, y la mayor evidencia de ser cholo era, indudablemente, hablar mal el castellano. Aquella vez le pregunté a mi padrea qué era ser cholo, me dijo “todos somos cholos”, no entendí muy bien y, me mandó donde mi mamá, ella estaba ocupada; había que ir donde el abuelo, quién me aseguraba que era un término inventado por los limeños porque nos tenían miedo, pero ¡ojo!, nosotros no éramos cholos, o bueno, no tan cholos porque nosotros éramos “netos del lugar”, es más me explico-adiestró que en la línea paterna los Carhuallanqui (ojotas de oro) éramos descendientes de nobles chasquis que surcaban el ande informando a los Incas de lo acontecido, fuimos los únicos con el derecho de ver a los ojos al Inca y chacchar su sagrada hoja de coca, reservada solo a los nobles y el clero, así que de alguna manera teníamos el derecho de cholear a todos esos “llegaditos” del interior (más del interior) que ni chacra tienen, así que, cada vez que alguien me gritaba cholo, yo le gritaba más fuerte, habíase creído cholo faltoso e igualado. Años después le comenté que los chasquis no podían tener descendencia por la entrega a su trabajo y que no fueron descendientes huancas los convocados a tal labor. “Hasta en esos somos diferentes y especiales”, me dijo.
No estoy muy seguro del argumento de mi abuelo, pero no lo cuestioné por aquellos años, porque era una forma de sobrevivir en un colegio estatal donde se hace necesario tener un cholo con quien desquitarse. Era la jungla. Recuerdo que, llegó al salón un jovencito procedente de Acobambilla, a unas ocho horas caminando de Huancavelica, bueno ahora es tres en bus. Era callado, tímido, reservado, parecía aislarse, nunca hablaba. Bueno, no era mi asunto. Pero, un día, a la salida, empezó un aguacero de esos que solo hay en la sierra, no pudo aguantar la impresión y gritó sin remordimiento ni precaución: ¡llovia! ¡llovia!, así con la “o” por la “u”… y así quedó su “chapa (apodo)” por los cinco años de la secundaria y toda la vida, su boca lo había condenado, porque “todo cholo habla quechua”, no había duda, era un cholo o el más cholo del grupo. Me comentó que su familia materna era quechuahablante y con ellos se crio; su padre, de otra zona, le decía que aprenda castellano porque si no lo iban a criticar y, además, “se ve feo”, por ello tenía miedo, prefería no hablar.
Debía cambiar de horarios frecuentemente por comodidad y lo dejé de ver, hasta que, lo encontré en la facultad de Ciencias de la Comunicación, acogió la carrera porque quería aprender a hablar bien el castellano. Su amigo y paisano, Salomón Laurente, lo animó y le enseñó algunas técnicas de dicción para mejorar su pronunciación y castellanizar su acento. Trabajó de mozo, asistente y lavaplatos en el Tren Macho, aquel que recorría el tramo Huancayo – Huancavelica, para costear sus estudios, pese a que su familia le pedía volver, casarse y dedicarse a su parcela. Ingresó a la PUCP donde le asistieron, -“es que tenía “una” trauma”, me confiesa-, había que trabajar su autoestima; lo entendió, aprendió que no pronunciar las vocales correctamente no es cosa del otro mundo, hasta los “gringos” pronuncian mal el castellano, había que volverlo una fortaleza y así lo hizo. Pasó por su facultad como docente luego de haber sido alcalde en su localidad, ahora enseña quechua, como parte de sus múltiples actividades en el Ministerio de la mujer y poblaciones vulnerables. Abner Vilca superó muchos prejuicios, lo malo es que no es una historia recurrente entre los hermanos quechuahablantes, porque, la actitud hacia nuestro idioma influye hasta en nuestra propia aceptación (Gonzáles) lo que limita nuestro desenvolvimiento personal, familiar y social. Nos acobardamos por no hablar igual.
Existe una idea torpe, pero vigente en muchos pobladores andinos, el de no querer transmitir el quechua a los descendientes, justamente por el prejuicio que ello conlleva (Casma), piensan que si hablan el quechua se distancian de las oportunidades de mejorar, una idea absurda que retrata Herzfeld cuando afirma que se tiene la idea generalizada que “… el español es la lengua que vincula a los hablantes con el mundo y a través de él la población recibe los avances de la civilización universal”, así que, quien no la sabe, se fregó, simple.
Mi abuelo me enseñó a preparar la mesa para el pago a la pachamama y al tayta huamaní, a preparar la chicha de jora y entender el lamento del viento cuando algo malo pasará. Sólo ahí hablaba en quechua como si este fuera el lenguaje para relacionarse con el pasado, con los apus, con la identidad castrada por la modernidad (Herszfeld). Pero cuando cenábamos en el fogón de la abuela, aquella donde los cuyes correteaban entre los pies, no hablaba quechua, se esforzaba en hablar el castellano, hasta preguntaba como se decía tal o cual palabra, esto a pesar que muchos de sus términos son muy frecuentes: cancha, chullo o morocho. Hay de aquel “blanqueadito” desubicado que se entere porque quizá busque su traducción al inglés o latín para sentirse más cool al pedir una guarnición de “toasted corn”. En algunas comunidades se ha notado que solo los ancianos hablan la lengua originaria y los jóvenes son bilingües, pero prefieren el idioma dominante (Zimmermann), reproduciendo, sin intención, el prejuicio del idioma y condenando a muchos hasta la propia extinción.
La televisión, hegemónica en un mundo sin internet, nos ayudó a crear y creer la imagen del cholo, “…generalmente interpretado como un peruano de origen andino, quechuahablante, pobre, que migra hacia Lima, ciudad capital, en busca de trabajo”, además de ser “una persona inculta, maleducada, de poco entendimiento, que no habla o pronuncia bien el idioma español, y cuyo aspecto es desaliñado o sucio” (Tejeda), con esas credenciales, quién quería acepar que le dijeran cholo, menos aceptar que habla el quechua. Así de nefasto era la imagen del morador andino. La Paisana Jacinta que ha sido la forma más nefasta de representación de la mujer del ande ha dejado de interpretarse y transmitirse por orden judicial, sin embargo, los medios siguen reproduciendo estereotipos irresponsables como en Al fondo hay sitio, otro éxito de la producción nacional que anuncia su 9na. temporada, o como lo fue en el cine ¡Asu mare! Para Alex Huertas en Chongo Peruano, “…usamos el humor como Caballo de Troya para naturalizar una agresividad que hace nuestra convivencia social tan soportable como invivible para distintos grupos sociales”.
La gente del Ande migró a Lima a buscar mejores condiciones de vida, se asentó en lugares inhóspitos que ahora son urbes. Fueron creciendo por necesidad, ahí la gente pujante hizo negocio de lo que sea e invadió parques y calles buscando sustento; un tejido social se instauraba. A algunos les fue bien, los “nuevos ricos” que “son horrorosos”, según decía Claudia Dammert, era gente provinciana que logró el éxito, pero muchos se reunían los fines de semana para hablar o lamentar su situación mientras la cumbia y el huayno armonizaban, se fusionaban para convertirse en el himno del migrante y que Lorenzo Palacios, Papá Chacalón, casi como profeta cantaba al muchacho provinciano que se levanta muy temprano con sus hermanos para ir a trabajar. El cholo habla mal el castellano y encima, le gusta la música chicha. Ya estaba identificado plenamente.

Algunos querían olvidarse de su origen. Óscar era un chupaquino con quien coincidimos en un salón de clase, la maestra de literatura nos dejaba fichas enteras imposibles de rellenar si no habías leído la obra –ahora con Google, es fácil-, así que lo leíamos por capítulos y cada uno lo resumía, nos reuníamos para articular el trabajo (como hasta ahora), él llevaba hojas de coca para chaccharlo y no dormirnos, -siempre acabábamos dormidos y babeando su sofá-. Se fue y empezó a estudiar en un colegio privado. Sus padres se fueron a Lima porque empezaron un negocio de venta de plásticos, les fue bien, les va bien, aunque ahora venden huevos. Cuando volvía nos reunía para hablarnos (presumir) de Lima -había buena comida, no podíamos dejar de ir-, su descripción de la escalera eléctrica del Jockey Plaza era casi épico y su acepción de “aquí no hay, ¿no?, era casi vejatorio, ya no chacchaba, ya no, ese fue un error en su vida. Era un cholo superado, ahora les dicen “pitucholos”, para nosotros era “un triste huevón”, además porque heredó el negocio familiar. Sin embargo, no reparábamos en la esencia del hecho, que a veces, muy a veces, a menudo, bueno siempre, se necesita de un cholo para cholera y así sentirse menos cholo, porque como dice Bruce, cholear es tan peruano como el cebiche. Esta necesidad de ser “otro” es alarmante, como explicar que en pleno siglo XXI se haya construido en Lima un muro de 10 km entre vecinos, que por designio o desinterés tiene a un lado del cerro a un sector pudiente y del otro un grupo menos favorecido: Las Casuarianas vs. Pamplona Alta. Es un hecho, una tragedia, una comedia.
Cholo somos todos los mestizos, sino que parece que uno es más cholo cuando viene de la sierra, un espacio marginado desde siempre, un concepto apañado por la intelectualidad. Clemente Palma en su tesis El porvenir de las razas en el Perú acusaba a los serranos de estar embrutecida por el trago y recomendaba exterminados porque no serían útil para una nueva sociedad, una narrativa recreada por muchos y por mucho tiempo y que se expandió al mismo Ande donde la gente creía que si los “sabios” afirmaban que el cholo era bruto, entonces debería serlo; es pretencioso y hasta antinatural pretender romper ese orden (Manrique), porque si así dicen que es, así será pue, por eso, la discriminación (en todas sus formas) parece ser aceptada por los que la padecen (Gallirgos). En realidad, la dominación académica estaba desenfocada, la organización de castas de la colonia aún mantenía su espiritualidad: diferenciar a las personas y jerarquizarlas, o ya olvidamos que nos enseñaron dos teorías donde no había ganancia alguna, primero, que el hijo del mestizo con una india era el cholo (o coyote), o segundo, que el hijo de dos mulatos -que era para ellos casi una degradación total de la raza – era el cholo y que por ello lo asociaban a los perros más chuscos que podrían existir. Claro lo difícil era diferenciar al zambo, del mulato, del morisco y del octavón.
Mi abuelo me contaba que a su papá lo engañaban, lo estafaban, porque era quechuahablante y no sabía sumar. Se empeñó en aprender ambas cosas, caminaba diario dos horas, descalzo, solo se ponía el zapato para entrar al aula para aprender ello que consideraba necesario. Por la tarde vendía el diario la Voz en la plaza Huamanmarca y con ello pagaba su café con panqueque mientras repasaba las letras, silabas y palabras del diario. Aprendió lo que necesitaba y dejó la primaria a medias. A sus once años llevaba las cuentas del negocio y la cuenta de los carneros cuando pasaban por el control de Izcuchaca trayéndolos a Huancayo para luego llevarlos a Jauja a comercializar, en su cuadernito de doble raya tenía anotado hasta una partida paralela para el “jefe”, para que no les demore. Así ahorró, compró terrenos por que ahora nadie se burlaría de él, ni de su papá. Educó a sus hijos para que no les estafen en las cuentas porque “pendejos hay en todas partes” y uno no debe ser “zonzo”, no deben “hacerte el cholito” porque “si uno es cojudo, es porque quiere, porque se deja”, esa fue su filosofía.
Ni la oficialización del quechua en las reformas de Velazco logró revertir la situación de este idioma. Montoya trata de explicar que ello se debe a que no podemos imponer un idioma al otro, sino, en aprender que convivan ambos, buscar la unidad en la diversidad, aunque suene contradictorio. El Perú oficial y el marginado (Matos Mar) deben entender que no están enfrentados, sino que se necesitan, estos “perúes, que discurren paralelamente dándose de topetazos, pero sin converger en un curso histórico común” (Sinesio López) retardan nuestra unidad, una unidad necesaria para crecer. El quechua es tan nuestro como la historia y discriminar a quien lo habla es tan tonto como creer que hay sangre azul circulando en las venas de alguien, porque aquí, “El que no tiene de Inga, tienen de Mandinga”.