Por: Marilia Baquerizo Sedano
Hay una fotografía hermosa que tomó Martin Chambi en 1920. En la fotografía se observa a un niño tocando una quena, sentado sobre una piedra, con las montañas de fondo y la mirada hacia el horizonte. Las montañas son de Cusco, una ciudad por donde cruza la cordillera de los Andes, la cadena montañosa de 7000 km. que se extiende a lo largo de Sudamérica. “Andes” es una palabra que proviene del aymara “Qhantir Qullu Qullu”, que significa: “montaña que se ilumina”. Quien ha visto un amanecer en los Andes, ha visto cómo todo se ilumina con los rayos del sol. Parece que en los ojos se incorpora un filtro de tono amarillo. Pero viviendo entre las montañas, también parece que se incorpora otro filtro: el de la tristeza y la melancolía.

El historiador Luis Alberto Sánchez dice que la raza andina, desde sus orígenes, llora en la voz de las quenas, y que esta voz es de una raza acostumbrada al vasallaje, es una voz que vive de añoranzas. Prueba de ello son los yaravíes, aquellas expresiones dulces y melancólicas que nacieron del harawi incaico y se expandieron en el virreinato. Existen yaravíes en Perú, Argentina, Ecuador, Bolivia y Uruguay. En Perú, en la sierra centro, el yaraví se emparenta con la muliza. “Falsía” es mi muliza favorita. Fue escrita por Emilio Alanya Carhuamaca, y además de transmitir desesperanza, contiene una crítica social. La canción hace referencia al libro de Ciro Alegría “El mundo es ancho y ajeno”, que narra la resistencia heroica de una comunidad andina ante la injusta expropiación de sus tierras. “¡Justicia! Justicia no hay en la tierra” se repite en el primer párrafo de la canción, y más adelante:
Por las sendas del martirio,
mi alma queda con delirio;
es la causa que me obliga
decirle adiós a este mundo,
tan lleno de falsedades
y de injusticias sin nombre.
Ante una historia llena de injusticias y desigualdades socioeconómicas, ¿cómo no va a emerger la tristeza y la melancolía en las comunidades andinas? ¿cómo no va a aparecer el delirio? De hecho, las desigualdades socioeconómicas podrían explicar en parte el ánimo de los habitantes de los Andes; pero en Perú, a partir de investigaciones sobre la fisiología en grandes alturas, se ha planteado la hipótesis de que hay cambios en el cerebro que también subyacen a ese estado de ánimo.
La historia de esta línea de investigación empieza con Paul Bert y François-Gilbert Viault, dos médicos franceses que a finales del siglo XIX realizaron estudios en Morococha, una comunidad en Junín a 4600 msnm. En dichos estudios se reparó por primera vez que las personas que ascendían o habitaban la altura presentan policitemia: un incremento de glóbulos rojos, que resultaría de la adaptación del organismo a un ambiente con baja disponibilidad de oxígeno.
En la década que empieza en 1920, el médico peruano Carlos Monge Medrano emprendió expediciones a Cerro de Pasco (4300 m.s.n.m.) para estudiar las características físicas del nativo andino y los mecanismos fisiológicos de la adaptación a la altura, especialmente en el sistema respiratorio y circulatorio. En 1925, Carlos Monge Medrano presentó ante la Academia Nacional de Medicina la descripción de una patología asociada a una desadaptación a la altura en nativos, que recibió el nombre de “Mal de montaña crónico” – MMC o “Mal de Monge”. Resulta que los habitantes de los Andes no tienen una adaptación genotípica a la altura, como sí pasa con los habitantes del Himalaya o, entre los animales, con las aves andinas; por eso, puede presentar una desadaptación a grandes alturas, que se caracteriza por una excesiva policitemia e hipoxemia (nivel de oxígeno en sangre inferior al normal), y que es más o menos probable según variables como la edad y el sexo. La prevalencia media del MMC en los Andes es del 5 al 18% en residentes a más de 3000 m.s.n.m.
Las personas con MMC pueden presentar insomnio, pérdida de apetito, dolores articulares, varicosidades en extremidades inferiores y otras características; pero la clínica preponderante es neuropsicológica, presentan comúnmente cefalea, vértigo, acúfenos (percepción de ruidos sin que haya una fuente exterior), neuropatía periférica, confusión, amnesia y depresión. Quienes investigaron más sobre estas alteraciones neuropsicológicas en grandes alturas fueron Alberto Arregui y Fabiola León-Velarde. En 1990, ellos junto a otros investigadores, realizaron una encuesta epidemiológica en Cerro de Pasco y encontraron que el 16.7% de hombres con puntaje alto para MMC, tenían un puntaje alto para depresión. El puntaje para depresión se calculó con un instrumento que consideraba: “ganas de llorar, pérdida de peso, nerviosismo, problemas para dormir, irritabilidad, sentimiento de inutilidad, creer que sería mejor estar muerto, pérdida de interés por su vida social, pérdida de apetito, pérdida de esperanza en el futuro, incapacidad para tomar decisiones o para hacer las cosas con la facilidad de antes, insatisfacción con su vida actual y sentirse triste o deprimido.” Esta relación entre MMC y depresión ha sido confirmada por varios autores en otros países.
La hipoxia crónica en grandes alturas genera cambios neuroquímicos en el cerebro que explican, al menos en parte, la depresión. Hay estudios experimentales que señalan que en condiciones de hipoxia crónica se altera un neurotransmisor inhibitorio llamado GABA, además, la sustancia P, la encefalina y la enzima convertidora de angiotensina. También se han descrito un descenso en las sinapsis con catecolaminas: adrenalina, noradrenalina y dopamina. Estos neurotransmisores se asocian con la activación general del sistema nervioso y el organismo en respuesta a un estímulo del entorno. Son neurotransmisores que nos preparan para la acción; y la dopamina, en particular, se asocia con la motivación, con la energía que nos mueve a realizar acciones para el logro de un objetivo.
Desde tiempos ancestrales la hoja de coca ha sido usada en comunidades andinas para combatir el MMC y la depresión. Esto podría tener sentido, porque la cocaína bloquea el transportador de dopamina, es decir, hace que después de una sinapsis (una comunicación entre neuronas), los transportadores no lleven a la neurona presináptica (la emisora) los restos de dopamina que quedaron de la sinapsis inicial, lo que permite que estos restos activen nuevamente los receptores en la neurona postsináptica (la receptora) y así, haya más sinapsis dopaminérgica, y, en consecuencia, más ímpetu frente a la vida, y quizás hasta más lucidez. El consumo de la hoja de coca es común en los países por los que pasa la cordillera de los Andes. En ocasiones se mezcla la hoja con un reactivo, en Perú se mezcla con carbonato de calcio y en Bolivia con bicarbonato de sodio. Es interesante cómo una práctica tan mística en las comunidades andinas (¡hay quienes aseguran ver el futuro en un puñado de hojas de coca!) podría tener una explicación neuroquímica.
Mientras que en el siglo XVII se expandía el virreinato en Perú, en Inglaterra, al otro lado del mundo, Robert Burton publicaba el libro “Anatomía de la melancolía” (1621). En este libro Burton sugiere que desde que cayó del paraíso, el ser humano es susceptible a padecer dolencias, una de ellas es la melancolía. En términos de Fernando Pessoa la melancolía es “esa nada que duele”, y podría llevar a la depresión y al suicidio, pero podría llevar también a desarrollar un tono contemplativo, como el que parece tener el niño de la fotografía de Chambi. Contemplar es detenerse para observar e intentar comprender lo que pasa alrededor, y quizás esto sea un estímulo para actuar con vehemencia o producir en disciplinas artísticas. En el siglo IV a.C. Aristóteles creía que todos los seres humanos excepcionales resultan ser claramente melancólicos. Entonces, quizás las condiciones de hipoxia crónica en las comunidades andinas hacen que un grupo de habitantes tienda a la tristeza y la melancolía, pero esta tendencia, en mi opinión, podría ser uno de los factores que hace que en los Andes haya tanto arte excepcional.