Por: Zein Zorrilla
Laura Riesco fue una escritora cuya primera novela “El truco de los ojos” sorprendió al lector local habituado a una prosa que se debatía entre el realismo y un experimentalismo de corte urbano. Esa primera obra presentaba a una autora que había iniciado una revisión profunda de las herramientas del oficio y cuyos logros irían a consolidarse en su segunda novela, “Ximena dos caminos”. Realizamos la siguiente entrevista con el deseo de conocer a una de las pocas ficcionadoras nacidas en el centro del Perú y enriquecida por una amplia experiencia cultural.
Estimada Laura, ¿podrías remembrar para tus lectores cómo fueron tus primeros años formativos? ¿Tu niñez en el centro metalúrgico de La Oroya? ¿Tu exilio? ¿Tu relación con las corrientes literarias que estremecieron el siglo XX?
Mi primer año de preparatoria fue el más traumático de todos los años de estudio que hice a lo largo de mi vida. Cuando empecé sabía leer más o menos en inglés, habiendo aprendido a hacerlo de memoria mediante cartoncitos con palabras cortas en el Kindergarten de la compañía de La Oroya, pero el silabeo del libro “Upa” se me hacía un misterio desentrañable. Además, le tenía terror a la maestra porque era muy severa, muy gorda, con lentes que le achicaban los ojos como si quisiera escrutarnos hasta el fondo del miedo, y con un moño prepotente que a mí me impresionaba mucho. Los meses de la “Preparatoria” se me hicieron larguísimo y no he vuelto a tener tantos retorcijones de nervios como los que sufrí a los siete años en las mañanas y al medio día cuando caminaba a la 28 de julio donde estaba situado el colegio.
Me gradué de la secundaria en diciembre de 1957. Los once años (sin contar el primero) que pasé en ese plantel fueron felices y decisivos en mi formación personal e intelectual. Las maestras, tanto las norteamericanas como las peruanas, nos inculcaron a pensar libremente, a no tener prejuicios sociales, raciales, ni religiosos (éramos una verdadera reunión de razas, religiones y condición económica) y sobre todo, nos enseñaron a no aceptar las adversidades con resignación solo por haber nacido mujeres, sino a levantar cabeza y luchar. Después de cuarenta y cinco años, mis amigas más queridas, mis hermanas, en realidad, siguen siendo las «chicas» de colegio. Y creo que todas estamos de acuerdo en que nuestra preparación allí fue indispensable para cualquier logro que obtuviéramos más tarde en la vida.
Mi hermana había venido becada para estudiar en Estados Unidos cuando yo tenía ocho años y mis padres, muy descontentos con una relación romántica mía a los diecisiete, decidieron enviarme, aun sin beca, a este país. Pensé, tal vez lo pensaron ellos también, que me quedaría aquí un año o dos hasta que entrara en razón, y ya ves, por diversas circunstancias me quedo muchísimo más. Sin embargo, aun después de casada y con hijas, mi esposo y yo soñábamos planes para vivir en el Perú. Por otras circunstancias, y quizá falta de iniciativa y coraje, nunca realizamos este sueño. Confieso que siempre he vivido con un pie en este país y con el otro en mi tierra. Me imagino que la mayor parte de los inmigrantes sufren esa misma dicotomía, sentirse «ser» y saberse «estar» al mismo tiempo.
Cuando me gradué en la Universidad de Wayne State, en Detroit, ya estaba casada con uno de mis profesores de francés. Él obtuvo una plaza de enseñanza en la Universidad de Kentucky, en Lexington, y fue allí donde saqué mi maestría en Literatura francesa y, años después, el doctorado en Literatura hispanoamericana. Para entonces ya tenía a mis tres hijas. Nos mudamos a Maine en 1969 y todavía estamos aquí, ambos, mi marido y yo jubilados de la universidad estatal. La población del estado es pequeña y el espacio está lleno de bosques y lagos. La costa es hermosísima, muy dramática. La gente del lugar tiene la reputación de ser huraña, pero cuando se les conoce más, tiene un espíritu muy fuerte de comunidad y son muy serviciales. Si son callados, será tal vez porque el invierno y la nieve duran casi la mitad del año.
Luego del tiempo que llevas viviendo en Estados Unidos, ¿le guardas algún afecto especial a la literatura de este país?
Habiendo vivido en Estados Unidos casi tres cuartos de mi vida, podría haberme comprometido más con la literatura de este país. Y no es que no me haya interesado, en un principio, mucho. De chica y de jovencita leía constantemente ficción, más que de mujer, no solo por cuestión de tiempo sino por elección de textos. En el colegio, en la media, estudiábamos literatura de este país con las mismas antologías que usaban alumnos de aquí. De eso modo, para citar solo unos cuantos de los que me acuerdo ahora, leímos cuentos o selecciones de Poe, O’Henry, Mark Twain, Hemingway, Willa Cather como también poemas de Longfellow (¿Cómo olvidar la emoción que sentí con «Evangeline»?), Edna Saint Vincent Millay, Emily Dickinsony Frost. Los años en La Oroya y el hecho de que mi padre dominara muy bien el inglés, además de mi afán por la lectura, me empujaron a leer por mi cuenta todo lo que encontré en la biblioteca del colegio escrito por autores anglosajones en su idioma.
Porque pensé durante mi primer año de universidad en Detroit que pronto regresaría al Perú, me puse a leer lo más que pude de la literatura de Estados Unidos. Devoraba libros todo el tiempo que no estudiaba (y no estudiaba mucho) y así conocí las obras de los grandes de este país, desde Henry James a Faulkner. Entre todos, estos dos, tan diferentes el uno del otro, me impactaron muchísimo. Apenas pude conseguirla, leí «El trópico de Cáncer» de Henry Miller. Creo que uno de los últimos a quien pude darme por completo fue James Baldwin porque ya entonces me interesaban los problemas raciales de este país.
Allí se acaba mi asiduidad con los escritores estadounidenses. Mientras preparaba mi maestría en francés no hice por unos años otra cosa que leer a los de Francia. No solo porque necesitaba hacerlo para mis estudios, sino porque personalmente me importaba mucho. Cuando pasé al doctorado en literatura hispanoamericana, con dos hijas ya, no tuve tiempo sino para dedicarme a los latinoamericanos. Por otra parte, necesitaba la lectura como medio para no perder la lengua puesto que fuera de las clases que dictaba, y en el que usaba un vocabulario muy reducido, no tenía mucha oportunidad de hablar en castellano. Más adelante enseñé no solo el idioma, también literatura y entonces, con tres hijas y sin la ayuda de mis padres en casa, apenas pude retomar a los escritores del país donde vivía.
En los últimos años, en literatura de este país, me he dedicado a leer con gran placer las obras de Toni Morrison, de Sandra Cisneros y Helena María Villamontes, la última, extraordinaria. Sé que es canadiense, pero aún sabiéndolo, quisiera incluir a Margaret Atwoot, que es, quizá, mi favorita. También he leído todo lo de Michael Harrison, cuya novela «Dalva» me gustó enormemente hasta que se la di a mis hijas quienes me mostraron todos sus «puntos ciegos», en otras palabras, me lo chancaron. Stephen King vive a unos 15 minutos de donde nosotros vivimos durante veintiocho años; es un hombre muy capaz y sencillo y aquí en Maine se le reconoce tanto por su éxito literario como por su activismo político. Sin embargo, a pesar de que sé que tiene novelas que valen la pena leer, todavía no le he hecho. Como otras obras de autores estadounidenses, las postergo, y me encuentro releyendo textos de antaño, como las novelas picarescas españolas o las de Milán Kundera o Peter Handke.
Volviendo a lo nuestro, Laura. ¿Cómo fue el proceso de escritura de El truco de los ojos? ¿Qué te proponías? ¿La influencia de Nouveau Roman?
Hace tantísimo tiempo que escribí El truco de los ojos que sería difícil responder a tu pregunta con la certeza de que lo que te contesto tiene que ver con esa época y no con lo que pienso ahora. Vaya una a saber si en el proceso actual de mi deliberación, sin querer y aun con buena voluntad, se esté rellenando, quitando y acomodando. Sé, en todo caso, que cuando por fin me propuse escribir ese libro, quería, ante todo, experimentar, experimentar lo más posible dentro de mis capacidades de jugar con las piezas que tenía a mano. (No sé si sabrás que el título que yo quería, por varias razones, era Piezas encontradas, pero al editor le pareció demasiado abstracto.) En todo caso, volviendo a tu pregunta, lo que todavía no sé es si a la larga fui yo la que me propuse escribir ese libro, o si, dadas las circunstancias de lo que yo leía por entonces y de la presión de mi marido para que escribiera (lo que fuera pero que escribiera), ese proyecto no me escogió a mí y todo lo que hice entonces fue ceder. Ceder, pero con mi propio bajage cultural que no me permitió escribir un nouveau roman a lo Robbe-Grillet, o algo como «Cobra» de Severo Sarduy (que me divirtió muchísimo) porque los recuerdos y el lenguaje que vinieron conmigo del Perú se sobrepusieron a cualquier intento puramente cerebral de mi parte. (No sé si «cerebral» es la palabra adecuado, pero no se me ocurre otra). Quise, es cierto, fragmentar tanto la noción establecida de los personajes como la del hilo continuo de la narración; no quería que se pudiera concretar una «identidad» o «contar» una historia. Caramba, lo hice en este respecto tan bien que no se la conté a casi nadie puesto que casi nadie la leyó. Como sabes, El truco… por años, cayó en un vacío absoluto. Por otra parte, pese a mi intento de renovación, no conseguí distanciarme del lenguaje limeño de ese tiempo, ni de ciertas descripciones locales fijas y reconocibles en Lima a los principios de los cincuenta. Como me dijo hace siglos un crítico español, mi escritura oscilaba en un precario andamiaje entre las ideas de nouveau roman y las anécdotas que surgían de experiencias posiblemente vividas o, bien, indudablemente integradas a una Lima real. Que el lenguaje en sí, como lenguaje, me interesaba, de eso estoy muy segura. No pensaba entonces (ni ahora, pero ya no con tanto fanatismo) que el lenguaje era un instrumento en mis manos, dado su poder y su anterioridad a mí, el instrumento del lenguaje era más bien yo. Y me precaví, como consecuencia, contra el concepto del «significado» y «la verdad» esencial de las palabras. Si eso era en cuanto al lenguaje, en cuento a novelizar, procuré alejarme de los fundamentos clásicos heredados de la novela europea del siglo diecinueve, de todo aquello que Robbe-Grillet llamaba «las vacas sagradas» de la novela. Aún ahora cuando escribo, camino por mi texto pasito a paso, con mucha cautela.

¿Y tu balance actual de ese movimiento? ¿Te parecen todavía «vacas sagradas» los autores del siglo XIX?
No me hice entender bien. Robbe-Grillet no dijo que los novelistas del siglo diecinueve eran «vacas sagradas», sino que la visión que éstos tenían de la novela estaba basada en preceptos culturales que, a través de los años, no se habían cuestionado, dudado y, mucho menos, tratado de refutar: esos fundamentos eran las «vacas sagradas» a las que Robbe-Grillet se refería. Mantengo un respeto muy grande por el nouveau roman. Que yo no tenga el talento o la capacidad para escribir una novela de ese estilo, es otra cosa, pero todavía me interesan los textos que leí con tanto estremecimiento hace ya tantísimos años. Y a mí, por lo menos, la posición de la novela experimental me sirvió para desmitificar mucho lo que en nuestra herencia literaria, especialmente en la narrativa (puesto que la poesía, afortunadamente, siempre ha tenido un territorio libre y mucho más propio), había creído inconmovible. El antropocentrismo del ser humano en el planeta, su eurocentrismo y logocentrismo, el lenguaje como un medio otorgado (¿por quién?) a los humanos y a su consecuente superioridad sobre otros seres (¿no te parece todo esto muy bíblico?); la autoridad del autor de saber, conocer y dirigir su escritura desde un «punto de vista estable», estable bajo la perspectiva de una ya aceptada autoridad; la continuidad causal y racional del desarrollo del trama; el espejismo de que el texto en la página representa a la maravilla, y peor aún, «es» la realidad de lo que es/está en el mundo. Todo esto lo empecé a poner en tela de juicio a través de una nueva novela. Muy probable que otros hicieran lo mismo por su cuenta, pero yo no, soy lenta, siempre llego un poco tarde a los acontecimientos, yo necesité ciertas lecturas que me samaquearan y revitalizaran las ideas. Ya no puedo perder de vista, mientras escribo y describo, que entre el árbol vivo que está allí en mi ventana y el otro, en el papel, ese otro que he procurado minuciosamente describir, ayudada con datos de botánica, de la topografía de su terreno, de su forma y de su olor, que entre estos dos hay un abismo insalvable, que solo he conseguido escribir veinte páginas de palabras sobre el árbol que está allí tras mi ventana y que mis páginas no lo han llegado a tocar. O, tal vez, como escribió con más claridad que yo Ricardou, que el cuchillo más esmeradamente descrito nunca sacará una gota de sangre de ningún lector. Si algo me enseñó el nouveau roman fue mucha humildad con respecto al solitario oficio de escribir.
¿Pero qué era exactamente lo que te atraía del Noveau Roman? ¿Y qué obras crees que te llegaron a marcar?
Los escritores de la «nueva novela» que más he leído fueron tal vez los primeros del movimiento: Natalie Sarraute, Alain Robbe Grillet y Michel Butor. Probablemente la novela que más me impresionó fue «Tropismos» de Sarraute porque fue la primera que leí. Había encontrado, no recuerdo dónde, un comentario de Sartre que elogiaba este libro y que mencionaba la «viscocidad» en la que se desenvolvían los objetos del mundo. No creas que fue amor a primera lectura. La prosa de Sarraute me atraía y me repelía; quería seguir leyendo y al mismo tiempo dejar de leer. Me incomodaba no poder apoyarme en las bases a las que estaba acostumbrada cuando leía una obra de ficción. Me sentía asediada porque no había forma de relajarme y dejar que las páginas me llevaran de la mano al desenlace. Era yo la que, por mi parte, tenía que ponerme en acción y leerlas de otra manera, de una manera aún desconocida para mí. Cierto tiempo después superé la lectura de «Les Gommes», de Robbe-Grillet. Para entonces ya se comenta mucho acerca de lo que estos escritores procuraban realizar y entonces no me fue tan difícil. Como te dije, las obras experimentales de esta clase no me interesaron muchísimo entonces y no han dejado de cautivarme. Hace poco, en un viaje, por llevar algo ligero (de peso) que pudiera leer en el avión, saqué al azar de entre los libros de mi marido «Djinn» y «La maison de Rendezvous», Estaban las dos novelitas en el mismo libro y en inglés, y aunque ya las había leído en el original hacía varios años, las volví a leer con interés. Sobre películas, te contaré que porque siempre hemos vivido en pueblo universitarios pequeños y para cosmopolitas, solo muy de cuando en cuando llegaban películas extranjeras y las basadas en este tipo de ficción casi no llegaban. Llegué a ver «Last year in Marienbad» (la vi tres veces) y mucho tiempo después, en un congreso de literatura en la Universidad de Kentucky, otra película basada en una idea de Robbe-Grillet. No recuerdo el título. Sí que se trataba de un mentiroso que seduce con sus artificios a las mujeres, pero no a los hombres. Un grupo de universitarias casi lo lincha cuando había terminado el film. ÉL procuró explicarse aludiendo a la capacidad del «salto imaginativo» versus la versión verosímil y pedestre de la realidad, pero no lo debe haber hecho muy bien porque el asunto acabó de una manera muy hostil por la parte de varias profesoras y estudiantes entre el público.
Todo indicaría que te inclinas a privilegiar en la novela los aspectos referidos al tratamiento estilístico del lenguaje, más que la historia en sí. Aunque Ximena de dos caminos tiene de ambos…
Como sabes la novela es un género que se abre y que se diversifica más y más con el tiempo. Hace muchos años Pío Baroja acertó al decir que la novela era como una gran bolsa donde toda suerte de elementos podía entrar para formarla y que no había un método determinado para definirla. Hay novelas que consisten sobre todo de fragmentos que a la larga son imposibles de juntar y éstas me desafían y hasta, a ratos, me entretienen; hay otras que mantienen una continuidad narrativa ya sea con una prosa lírica o con una prosa sobria y descarnada y, de una manera diferente, también me interesan. Lo mismo con los personajes: en unos casos los encuentro incomprensibles fuera del texto que los contiene pues aparecen de página en página descritos de diferente manera o con otros nombres, y los hay, en otras novelas, como seres muy asequibles a nuestra imaginación o a nuestra experiencia. Ambos enfoques pueden entusiasmarme. Creo que si algo privilegio en la novela actual., cualquiera que sea su estilo, es que quien la haya escrito deje saber, sutilmente (me irritan enormemente los escritores que en su sarcasmo hacia la novela tradicional se burlan a la vez de las expectativas de sus lectores) que él o ella no tiene un monopolio sobre una «verdad» humana en lo que han tramado y escrito, y que él o ella no esté presente delante de mí a lo largo del texto, como una sombra, con el índice –pontificial paradito (una imagen bastante fálica de la autoridad) asegurándose que yo, como lectora, esté aprendiendo algo del tapiz de palabras hiladas por su tenacidad o talento, e impresas en las páginas del objeto que tengo entre mis manos. Por otra parte, te contaré que he leído novelas de caballería, de las que le secaron el seso a nuestro don Quijote y, de veras, me han encantado; he leído por igual, las de los románticos, melosas y lacrimosas, y a veces me han impacientado un poco, pero no las he rechazado; todavía sondeo con cierta disciplina a los escritores de la «gran novela del siglo XIX», aquélla que parece habernos marcado para siempre, leo con placer y admiración a Dostoievski, Tolstoi, Flaubert, Pérez Galdós, Dickens y otros. Pero si alguno de mi época escribe con mucha seriedad, sin ninguna huella de ironía o de juego (y para mí lo lúdico es quizás el aspecto más importante de la ficción) un texto, modernizado, sin duda, pero con clara referencia a la batuta de Gertrudis Gómez de Avellaneda, de Balzac, Zola o, para centrarnos más en el Perú y en un tiempo más reciente, de Ciro Alegría, entonces empiezo a dudar de la integridad del texto, es decir, de su honesta integración al tiempo histórico que le corresponde en la escritura de la novela actual.
Ximena de dos caminos es a todas luces nuestro primer Bildunsgroman femenino. ¿Te habían propuesto darle esa trama al inicio? ¿Puedes contarnos algo de su gestación y de su ejecución?
La niñez me ha intrigado y atraído siempre. Me parece que los niños tienen el privilegio de mirar el mundo desde «otro» lado. Su perspectiva al enfocar cualquier asunto que les interesa, por lo general, tiene la frescura, la libertad de no haber sido todavía modelada, de todavía no estar fija por lo mandamiento religioso y sociales y de ese modo puede situarse y observar con otra perspectiva que la de los mayores. No me refiero a la «inocencia» clásica que se le atribuye a la niñez. Al contrario, y sin negar que hay también inocencia, creo que todo es posible en la mente de un niño, que sin saberlo tienen la capacidad de ser poetas tanto en su visión de las cosas como en su lenguaje. Pero volviendo más directamente a tu pregunta, después de que la protagonista de El truco de los ojos había sido una chiquilla, los de la próxima novela que traje en manos por mucho tiempo eran jóvenes universitarios. Fue un proyecto que me sacó canas verdes y que nunca llegué a finalizar tal vez porque lo escribí pensando que así es como tenía que escribir sin tener en cuenta que así no quería o no podía escribir. Para distraerme de esa frustración, decidí empezar un cuento que había estado aleteando en mi mente desde hacía años. Se cuento fue Los juguetes, que ahora aparece como el primer capítulo o sección de Ximena… No lo escribí, ni remotamente, con miras de publicación. Fue más bien una especie de catarsis, de limpiarme, de olvidarme, mientras tramaba y recordaba buscando palabras y jugando con ellas, de la novela que me estaba desquiciando. Cecilia Bustamante me pidió por entonces algo para publicar en su revista «Extramares» y como tenía el cuento listo, se lo envié, sin creer que una prosa tan lenta y basada en algo tan sencillo y en una niña de pocos años interesara a los lectores. El cuento salió, al parecer, gustó y yo seguí intercalando mis horas entre la familia, las clases que deba, las exigencias de la universidad, la novela, que continuaba mareándome, y para ser feliz de vez en cuando, en otras aventuras de Ximena. Y te lo digo sinceramente, la idea de que el conjunto de cuentos llegara a una editorial y, menos aún, se publicara, estaba lejísimos de mi pensamiento. Fue yo la más sorprendida cuando Germán Coronado, de Peisa, me dijo que la publicara como novela apenas terminara de escribir las dos últimas secciones. Si la había llevado conmigo a Lima, incompleta (andaba por la mitad de La Costa) era para no contrariar a mi marido y a una de mis hijas. A todo esto, habían pasado años ya desde Los juguetes y yo seguía sufriendo con la novela y divirtiéndome con Ximena, aunque, a la verdad, fuera de mis ocupaciones, que las tenía entonces y las tengo todavía, debo confesar que no soy nada disciplinada para escribir. Lo soy, mucho, en otros aspectos de mi vida, pero no en mis propios proyectos, y por lo tanto, hasta creo que una vez no me acerqué a Ximena en cosa de dos años. Vargas Llosa ha dicho que el talento del novelista es la perseverancia; yo, desafortunadamente, no la tengo, y Bryce Echenique por su parte, igual que muchos otros escritores, dice que para él escribir es una necesidad. Mentiría si dijera que ése es mi caso. Por eso he admitido que no soy escritora, que soy solamente una mujer que escribe. En fin, trabajé con más ahínco en terminar las últimas páginas de Ximena porque ya me había comprometido con Germán Coronado.
Hace dos años pensé que había escrito todo lo que podía escribir sobre La tentación de Miroslava Cupranovich. En esta novela, como en la que me hizo sufrir por tantísimo tiempo, caí en la tentación, otra vez, de probar diferentes técnicas y de escribirla en fragmentos algo difíciles de relacionar entre sí en una primera lectura. No me quedaban dudas de que necesitaba pulirla, pero fuera de algunas correcciones estilísticas, cuando leía este o aquel fragmento, no me parecía del todo mal, aunque seguía limando, repujando, tallando, cambiando uno que otro color en la trama de los sonidos. Hasta que me di cuenta de que tenía que poner de lado eso de jugar tanto con las palabras y que me era preciso leerla en su totalidad. En su totalidad me dejó inquieta, confusa, otra vez frustrada. Había algo falso en el juego y supe que tenía que buscar otra manera de inventar y contar los episodios que tantas veces mi madre me había contado y, seguramente inventado, de sus familiares y ancestros. Volví al principio, volví a comenzar, y aquí me tienes, disfrutando otra vez de escribir. Espero que el temor de Ricardo Gonzáles Vigil no sea haga realidad y que no llegue a Lima muy viejita y en silla de ruedas con el manuscrito ya completo.

¿Alguna manía de escritora? ¿A mano? ¿En ordenador?
A veces me pongo a pensar y me asombra la diferencia que los avances tecnológicos han creado entre los escritores de hoy y los del siglo pasado. Imagínate lo que era escribir no solo a mano, sino con pluma. Sé que hay unos cuantos escritores en nuestra época que hasta no hace muchos años componían su obra con papel y lapicero. Creo que la computadora los ha llevado poco a poco al teclado y al campo de la pantalla. Lo sé por experiencia propia. La computadora facilita enormemente la labor de escribir, en especial, para los que, como yo, no podrían seguir en la misma página con un tachado o un borrón. Pero la computadora, casualmente porque nos ofrece escribir más en menos tiempo, también tiene sus caídas. Muchos que no hubieran pensado en este oficio, escriben sobre sus experiencias, cualesquiera que éstas sean, y esperan ser publicados. A veces, desafortunadamente para los árboles de donde se saca el papel, resultan autores. Es el fenómeno de los que Milán Kundera llamó «grafomanía actual». Otras veces pienso también en que, por ejemplo, aquí en los Estados Unidos, el público tiene fácil acceso a la novela de consumo puesto que siendo esa suerte de novela importantísima…
No estoy ni remotamente al día con todo lo que sucede en la literatura peruana. Por otra parte, hace tiempo que no voy con la suficiente frecuencia a Lima y, por otra, desde hace cinco años, por estar jubilada y vivir donde vivo, no tengo los recursos de las bibliotecas universitarias como los tenía antes. Sé, por lo que me llega vía el Internet y por lo que me cuentan colegas y amigos peruanos, que la gente publica, que se publica bastante a pesar de que la crisis económica es fuerte, el desempleo terrible y, en general, las condiciones de vida inestables. Sé de compañeras que mantienen dos trabajos y que le roban tiempo al tiempo para dedicarse a la pasión de escribir porque no solo quieren o necesitan hacerlo sino porque existe la posibilidad que alguien publique sus obras. (Y aquí no se trata de la grafomanía mencionada, pues dudo que estos escritores piensen que van a tener un best seller y hacerse en poco tiempo ricos). Me consta, además, que los tirajes de la novela (y siempre de la poesía) son muy módicos y que el precio de los libros, cualquier clase de libro, medido en comparación a lo que la mayoría gana (o no gana), dado el costo del papel, es exorbitante. Sin embargo, alguien, a su vez, estará leyendo porque las editoriales siguen publicando y si nadie comprara nada, se habría ido a pique hace tiempo. Siempre me ha maravillado la resistencia del pueblo peruano, su capacidad de seguir adelante aún frente a obstáculos que parecen insuperables. Muchas de las llegas heredadas de la época de la colonia no se han cicatrizado, y a éstas, otras surgidas por la economía y malos gobiernos de nuestro tiempo se les han agregado, Aun para los que no intentan o no pueden escribir una literatura testimonial, la realidad histórica del país por fuerza se irá filtrando en su visión de lo que les rodea. Igualmente, nuestra sierra se ha vuelto a visitar con Edgardo Rivera Martínez y aspectos de nuestra historia con Miguel Gutiérrez, ambos con mucho éxito. Un país dividido como el nuestro, y no solo geográficamente, requiere volver a mirar, a visitar. Asimismo, me alegra el ímpetu que ha cobrado la literatura de las mujeres desde los ochenta y también que los jóvenes no desistan en darse a la ficción, ya que la ficción tiene su manera de comprender la historia. Aunque, por lo que sé, nada preconiza soluciones prontas a los duros problemas por los que atraviesa el Perú, siento mucho optimismo en cuanto a la literatura que se escribe en el país.