Por: Ugo Velazco
Bibliofilia es el nombre con el que ciertos maniáticos han bautizado su obstinación por el acopio de libros. Conozco a varios de éstos que, aunque transitoriamente, han desarrollado este agudo sentimiento. En Huancayo, esta casta de neuróticos ha sabido subsistir en silencio, movidos por el olfato de anticuario, coleccionista o por la vehemente necesidad de leer y construirse intelectualmente en este mundo. Son culpables, además, de innúmeros estantes, anaqueles, columnas, depósitos y búnkeres secretos abarrotados de libros que cualquiera envidiaría, por su olor, su apariencia casi humana, su contenido o su simple supervivencia en el tiempo.
No diré que he desertado o sido desleal con ese oficio que hasta hace algunos años atrás fue mi solaz; de vez en cuando olfateo algunas tapas rugosas y pago el precio que se me impone. Lo que quiero decir —la palabra adecuada es confesar—, es que no hará cinco años en que la obsesión por los libros me motivó a cometer un delito. He aquí mi historia:
Se trató de una velada literaria, ese grotesco convite del que participan sujetos salidos de las más horrendas canteras; y ese cruce de canas y calvicies en aparente comunión —¡ay, la etiqueta!— con las naricillas soberbias de los chiquillos arrogantes. Nada hubiera sido llevadero, ni el protocolo ni la fastidiosa sesión de fotos, si es que el escenario de la reunión no habría sido una hermosa biblioteca; de forma que, como es de imaginar, sobreviví a la empalagosa parafernalia dedicándome a contemplar los 20 mil libros que debía haber en los anaqueles. Está claro que exagero, la ceremonia recién comenzaba cuando daba las 10 de la noche, así que en las dos horas que duró el compromiso apenas y pude hojear una veintena de libros. La mayoría de ellos eran ediciones recientes y yo seguía prefiriendo las que tenía en casa, primeras ediciones, olor al autor. Otros libros simplemente me desagradaron. Es cierto que la biblioteca atesoraba libros muy antiguos, algunos adornados con la dedicatoria de su autor en la guarda; también estaban los infaltables libros locales de edición rústica y de contenido precario. En un estante recién adquirido se exponían libros donados por editoriales hegemónicas, de las que siempre hay que sospechar.
A las 11:50, cuando anfitriones e invitados adquieren posturas delicadas para ser fotografiados, di con el anaquel más antiguo. En él se hallaban libros longevos sobre los cuales el tiempo había inventado alguna que otra telaraña y que los ojos del personal de limpieza pasaban por alto. Los había de diversas disciplinas, y estaban olvidados; sus cartillas de visita lo evidenciaban: fecha de préstamo: 14/04/1944, por coger uno al azar. Pero lo importante no era el hecho de que fueran viejos y olvidados; el detalle que me atrajo fue encontrar la novela «Historia completa de un sueño» de Vizalaya en su única edición. Lo había codiciado por varias razones: era la primera vez que lo tenía materialmente frente a mí —y eso era más que suficiente— en el círculo de intelectuales aquel título era un mito, se sabía que existía, pero nadie lo había visto en verdad; su autor, no mayor de veinticinco años, había desaparecido súbitamente; y, acaso lo más importante de todo, yo me había embarcado desde hacía varios años atrás en la locura de escribirlo.
Constantemente soy víctima de ese delicioso estremecimiento al saberme de pie frente a un libro, como si las reglas de la casualidad te hubieran puesto en esa circunstancia y solo queda adueñarte de él; luego iniciar el juego macabro con el librero, esgrimir todas tus artimañas hasta conseguir el libro a un precio humanamente razonable, aunque claro está, uno siempre sabe que su valor no puede medirse en términos dinerarios. No obstante, atesoras al menos el consuelo de poder comprarlo aunque te quedes en la calle, en la quiebra, odiado por todos a quienes dejaste en segundo plano.
Había, en consecuencia, que idear un plan. Nadie en la biblioteca se tomaría el atrevimiento de negociar el libro conmigo. Y, en definitiva, yo no estaba dispuesto a obtener una copia —cosa que también estaba prohibida, aunque quizá era «gestionable»—; el libro, que había sido revisado solo una vez en el medio siglo que llevaba depositado en el estante (la última fue en 1985) debía irse conmigo, eso estaba claro.
De modo que me volví visitante impenitente de la biblioteca durante cuatro meses. Yo tenía la suerte de que mi pobre nombre tenía alguna validez en la ciudad, y las puertas de la biblioteca se me abrían sin mayor exigencia ni requisito. Todas las mañanas, de lunes a sábado, había que ir a la biblioteca con la excusa de realizar una serie de investigaciones bibliográficas referidas a la cátedra que dictaba en la universidad. A las nueve saludaba a los dos bibliotecarios que resguardaban la sala de lectura, uno la entrada y otro en la parte posterior: posiciones privilegiadas para que nada escapara a su campo visual, además de una cámara que registraba el ambiente. El plan era sencillo, todo era cuestión de cálculo y de sangre fría.
A las once salía el primer bibliotecario a merendar, el otro lo haría a las 11:10 infaliblemente cerrando momentáneamente el recinto. La cámara observaba casi todo el espacio y aunque suene inverosímil, el estante de los libros viejos escapaba al espectro visual de la cámara, ¡era el punto ciego!
Hasta ahí el destino había colaborado conmigo, lo demás debía ser ingenio mío. Ahí es donde se complicaba la situación. Los libros estaban inventariados, cada uno tenía un código que lo identificaba. Todo habría terminado con coger el libro y desaparecer para siempre, pues el vigilante en lugar de revisar mi morral, me repetía que mi última novela lo había hecho llorar. No podía por el simple hecho de que el primer día en que solicité el libro cometí el descuido de que mi nombre fuera consignado en la cartilla adherida a la contratapa del libro y, además, en un desproporcionado cuaderno de registro. Si el libro no era encontrado en el inventario de fin de año (era octubre) sería yo el primer y único sospechoso desde 1985. No había escapatoria; la única solución era clonar el libro, elaborar un facsímil de la tapa, una versión apócrifa, desprender cuidadosamente del lomo original la amarillenta cinta adhesiva con el código del libro y trasladarla al de mi calco.
Demoré una semana en reproducir la tapa del libro por medios electrónicos, al cual le incorporé la entraña a medio escribir de mi libro homónimo teniendo en cuenta el tipo de papel, imité el cosido y el engomado, la cejilla y las bisagras, de forma que desde fuera no levantase dudas sobre su originalidad.
La operación fue realizada teniendo en cuenta el mínimo detalle, aprovechando la salida del bibliotecario y el punto ciego de la cámara. El martes 23 de octubre, a las 11:10 yo abandonaba la biblioteca con el libro original en mi mochila. Tras de mí, el bibliotecario cerraba la puerta con llave.
La historia que me hace famoso —aún más que los libros que he escrito— es la que aconteció semanas después. El robo había sido limpio, matemático; el libro clonado dormiría en el anaquel seguramente medio siglo más hasta que algún lector curioso se percatase de la jugarreta y ya sería tarde para buscar culpables. No obstante el giro que dio mi anécdota fue desolador. Yo no estaba preparado para ser ladrón; robar es un oficio complejo cuando no respetable, es más que un desorden de la moral, es el autodescubrimiento.
Aquella mañana cuando volví a casa con el botín, enterré el libro debajo de un centenar de tratados, tomos y compendios. Lo aparté de mi vista. ¿Cómo entender tal actitud, tal movimiento del espíritu? Y el libro se sedimentó oculto durante un mes sin que me animara a leerlo, examinarlo, rozarlo, olerlo tan siquiera. A ello se sumó la enfermedad, un estrés infundado, la neurosis que terminó por exiliarme en la calle, en cualquier reducto sin que yo tuviera las ganas de volver a casa por no encontrarme con algo monstruoso, por evadir un ojo avizor que me acechaba desde lo oculto.
El 14 de setiembre, a las nueve de la mañana, me vi saludando a los perpetuos bibliotecarios quienes, con estrechones de manos y otras zalemas, preguntaban realmente preocupados por mi ausencia y mi monstruoso aspecto.
—Libros, libros… —contesté derrotado, humillado para siempre.
Me dirigí hacia el anaquel más antiguo. El libro apócrifo estaba ahí, intocado, conteniendo una risa. Guardé el original a su lado, salí de la biblioteca sin despedirme y desaparecí para siempre.